Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


Panorama Económico
La sucursal de la Aduana
Por Julio Nudler

t.gif (862 bytes) La política económica es capaz de convertir a una cuchara en un tenedor, y a un supuesto enclave exportador en una masiva vía de entrada para las importaciones. Esto es exactamente lo que sucede con las célebres zonas francas, que gozan de especiales estímulos impositivos, pensados como alicientes a la exportación, y en la realidad son utilizadas por los empresarios para reducir el costo fiscal de las importaciones. El resultado es paradójico: el fisco invierte dinero para alcanzar un objetivo inverso al planteado. Además, como se verá enseguida, toma decisiones para acelerar el cobro de impuestos, pero las zonas francas, que disfrutan de beneficios tributarios especiales, desbaratan ese propósito.

Yendo por partes: el código aduanero prevé la existencia de zonas que sirvan como depósitos de almacenamiento, también llamados fiscales (como los famosos de Edcadassa en Ezeiza). Pueden estar lógicamente en la Aduana, y ser por tanto generales, o pertenecer a una empresa determinada y estar situados en su planta, aunque contando con control aduanero, más o menos confiable.

Como explica Alicia Hernández, consultora en comercio exterior, hasta 1996, y de acuerdo a lo que había dispuesto el decreto 1001 de 1982, el importador tenía tres meses de plazo para retirar la mercadería del depósito fiscal si ella había llegado por vía marítima, fluvial o terrestre, y sólo un mes si se trataba de carga aérea. A partir de 1996 se fijó el término de un mes para todas las vías, buscando así acelerar la recaudación cuando se sufrían las secuelas del tequila. Es que el pago de los derechos aduaneros y del IVA recién debe efectivizarse cuando la mercancía es despachada a plaza. El depósito fiscal, en cambio, está considerado como las zonas de transit en los aeropuertos internacionales. Por tanto, cuanto más tiempo puedan permanecer las partidas en los depósitos, más tarde cobrarán la Aduana y la DGI los tributos.

Del mismo modo, si la mercadería es bajada de un buque y llevada hasta el depósito fiscal de una empresa, por más kilómetros que recorra tierra adentro desde el puerto --con supuesta custodia aduanera durante el trayecto, y aunque se pueden perder algunas cosas por el camino--, no se la considera ingresada al territorio aduanero argentino, y por tanto no paga entre tanto ningún derecho. Esto le permite a la empresa graduar el despacho a plaza de su alijo, ajustándolo a sus necesidades, para diferirlo lo más que pueda.

En 1997 vio la luz un nuevo decreto restrictivo, el 379, que acortó el plazo máximo de depósito en Aduana a sólo 15 días, una vez más para acelerar la recaudación y, también, para no tener que añadir espacios de almacenaje ante la expansión galopante de las importaciones. De este modo, quien no retire su carga a las dos semanas deberá afrontar fuertes multas y correr el riesgo de que su mercadería sea enviada a remate. Además, quedó suspendida la habilitación de nuevos depósitos en las plantas empresarias, lo cual creó una situación desigual, desfavorable a cualquier nueva industria, que ya no puede contar con esa ventaja.

Como manera de eludir la restricción, los importadores retiran el cargamento del depósito al expirar el plazo de dos semanas y lo derivan a una zona franca, donde el término para la nacionalización de la mercadería no es de 15 días sino de cinco años. Así, el efecto práctico de la medida aduanera consistió en convertir a la zona franca de La Plata en el gran depósito fiscal de la Aduana de Buenos Aires. Las empresas gozan allí de la gran ventaja de poder fraccionar en el tiempo el costo fiscal de la importación, disfrutando a la vez de beneficios como la desgravación del IVA para los servicios que requieran.

De este modo, la presunta finalidad industrializante de las zonas francas quedó desvirtuada. Se dijo que iban a servir para la instalación de fábricas orientadas a la exportación o a la producción de bienes de capital que no se producían en el país, pero en realidad lo que menos hay allí son factorías. Casi todos los galpones que cubren la zona franca pertenecen a importadores, despachantes de aduana (que les prestan ese servicio a sus clientes) y empresas de comercialización. Lo que allí se hace es custodiar existencias, fraccionar, cambiar empaques, todo menos fabricar. Los importadores vacían sus contenedores y van ingresando a plaza su contenido a medida que levantan pedidos entre mayoristas y distribuidores.

En realidad, estaba previsto que las zonas francas sirvieran de depósitos de almacenamiento, aunque como elemento auxiliar de las industrias que se radicarían en ellas. Pero lo que debió ser lateral pasó a ser central. El negocio funcionó, aunque no del modo previsto. La zona platense está abarrotada de productos gracias a su cercanía con el gran centro de consumo metropolitano. Pero el anterior perfil industrial de Ensenada y Berisso no reapareció en este paraíso de 70 hectáreas, que a lo sumo aspira a ser una Iquique bonaerense.

Las zonas francas, concebidas como polos industriales exportadores, dejaron de ser negocio con la apertura, al reducirse los aranceles con que puede importarse a cualquier punto del territorio. Bloques como el Mercosur les asestaron el golpe final: un producto que se fabrique en la zona franca de La Plata pagaría para entrar en Brasil el arancel externo común, igual que otro proveniente de Indonesia. Más valdría fabricarlo lejos de cualquier zona franca.

 

PRINCIPAL