CUANDO PARIS ERA UNA FIESTA
|
Por J.S. Desde París El partido --que empezó a las nueve de la noche y terminó a las once-- no fue bueno; pero la fiesta, que empezó a las siete y todavía no terminó, estuvo bárbara. El problema del partido fue que los brasileños dijeron que iban a ir y no fueron; o llegaron demasiado tarde, diciendo que se habían quedado dormidos durante todo el primer tiempo. A la fiesta, en cambio, no le faltó nada ni nadie. Hubo joda organizada, ganas de divertirse y ninguna tensión solapada de ese tipo que hace presagiar que en cualquier momento se pudre todo. Nada de eso. Sobre todo, fue importante lo que puso la gente, los ochenta y pico mil que estaban en Saint Denis. Nunca, en la historia de los mundiales, la celebración de una final alcanzó semejante grado de participación colectiva y entusiasta. Una hazaña del equipo francés --la mayor, tal vez, además de ser campeón del mundo sin delanteros-- fue la de calentar a una afición con el paladar no demasiado preparado para estos sabores. El equipo, convencido, puso lo suyo, que nunca fue mucho en lo técnico ni en los valores individuales, y la gente agregó el resto: un tremebundo fervor con algo de indiscriminado, de acrítico, eso que aporta un espectador primerizo que aplaude hasta los cabezazos defensivos. No es lo ideal como criterio de evaluación de un partido de fútbol; es lo ideal para que una fiesta no falle. Claro que la primera cuestión que se plantea siempre al organizar una fiesta es que no falten minas. Y ayer minas hubo, de lo mejor. Nada de azafatas uniformadas o profesionales haciendo horas extras. A las siete y media de la tarde parisina comenzaron a sonar los tambores avisando lo que se venía. Los musculosos muchachos que percutían los clásicos barriles de petróleo pintados de rojo se distribuyeron en todo el perímetro del campo de juego convertido en cielo con nubes y todo, y desde ahí le dieron y le dieron al ritmo: el cielo en la tierra y los temblores de los parches de lata presagiaban algo grande. Y fue: empilchadas "de calle" (nada de equipos de gym ni los torpes disfraces de las impresentables "porreras" de otras latitudes y sensibilidades) comenzaron a salir las chicas. Desde los ángulos del celeste cielo, don Ives nos soltó a desfilar a centenares de los mejores y más perfectos percheros que utiliza para colgar sus creaciones. La pasarela (perdonando el recuerdo en estas circunstancias) más grande del mundo las vio ir y venir mientras los ritmos se habían decantado en una alevoso Bolero de Ravel que las hacía caminar mejor que nunca. No bailaban como Jorge Donn en aquella película de Lelouch pero eran más, más lindas y estaban tan lejos como siempre. Al fin, disciplinadas empleadas, mostraron el monograma del jefe y partieron. Una lástima. Podrían haberlas repartido. Lo que sí habían repartido eran papeles. En cada butaca, como al principio de la Copa, y de distintos colores. Había que enarbolarlos en el momento de la irrupción al campo de los equipos, para formar ese mosaico decorativo y armónico que el mundo vería. Claro que antes, los presentes y el mundo entero tuvieron que ver (y oír) a Ricky Martin. La diferencia con los centenares de veces anteriores en que se oyó y coreó en las canchas del Mundial "La copa de la vida" fue que él no estaba ahí haciendo playback. Esta vez sí. Es que no toda buena fiesta es perfecta, aunque sea inolvidable como aquélla de Peter Sellers. Nunca falta uno que podría haber faltado. Y ya era la hora. Cuando entraron los equipos y las banderas, y sonaron los himnos y un plano mostró a Platini con la camiseta francesa bajo el saco del traje protocolar, uno sintió que esa gente no estaba preparada para perder, no lo pensaba, contra toda especulación de posibilidades: ni los de adentro ni los de afuera. Y enseguida, bajo el ruido atronador, se notó: Francia salió a ganar; Brasil, a ver qué pasaba. Cuando todo terminó, dos horas después, lógicamente Francia había ganado y Brasil quería saber todavía qué había pasado. Fue como si una explosión lo hubiera atontado. Es probable que la rehabilitación le lleve tiempo. Desde el momento en que el marroquí --tras cartón al golazo de Petit-- le dio salida al partido, empezó la fiesta que combinó la necesidad mediática con el impulso creador de los ganadores. Todas las cámaras siguieron las peripecias oficiales del medallero y las tribulaciones privadas de los campeones por los distintos rincones de una cancha poblada pero no invadida. Se dieron todos los gustos mientras la organización, como a lo largo de todo el Mundial, subrayaba con un marcador rojo musical cada gesto, enfatizaba sin pudor lo evidente: cuando la triunfal banda de sonido de La Guerra de las Galaxias reventó el aire para acompañar las imágenes de los triunfadores abrazados, uno instintivamente miraba a ver cuándo empezaban a subir los títulos. La película --pongámosle La Guerre des Gauloises-- había terminado bien, tal como estaba preparado. La ceremonia de cierre llegó, sin ironía, tarde. El final ya había sido y las luces, los disfrazados y el humo desparramaron bellas fantasmagorías que encontraron el cupo emocional ya saturado. Como esos postres llenos de helado, cremas y frutas que languidecen en una mesa donde se han comido todo. En fin, había que irse. Pero antes, por favor: garçon, champán para todos.
AMARGURA Y FRUSTRACION EN RIO DE JANEIRO A Ronaldo le recomiendan tomar Viagra
La cerveza corría de mano en mano para evitar que el mozo se cruzara frente a las pantallas. La indicación de "al amarelo" no servía: todos o casi todos lucían la casaca de la selección, el nueve en la espalda con el nombre de ese Ronaldo al que no se lo vio en la final de la noche de París. Zagallo "no es brasileiro, e um mercenario" se quejaba un torcedor que explicaba la derrota diciendo que "los jugadores son todos millonarios". En la televisión la voz llena de Galvao Bueno, el relator de O Globo explicaba que Brasil "tiene cuatro títulos, dos subcampeonatos y dos terceros puestos". Para la fiesta del Penta que estaba preparada, parecía poco consuelo. Los dos millones de personas previstos en la avenida Atlántica, los tres mil policías custodiando, los hectolitros de cerveza, quedarán para el carnaval. "Jugamos peor que la Argentina, y Ronaldinho no es Maradona" sollozaba un muchacho que detectó el origen de este cronista. Las 19 cámaras puestas por la red O Globo, los enlaces con Londres, Buenos Aires, Nueva York, además de la transmisión desde París, se redujeron a saludos. Romario desde los estudios de Río de Janeiro hizo la de Diego: se sumó a la tristeza por la derrota y dijo "mañana hablamos". El Lobo Zagallo felicitó a los franceses y el relator estrella de la TV carioca lo despidió con un cansino "adeus Zagallo, adeus". No hubo fiesta, ni incidentes, sólo algunos globos verdes que se descolgaban de los balcones de los elegantes edificios de Ipanema que se confundían con los amarillos que bajaban de la Rosinha, la favela más grande de Río. Allí el Penta era esperado como el alimento, las banderas y guirnaldas atravesaban las calles, ahora pobladas de chiquilines que no saben qué pasó hace algunos minutos. La ilusión del Pentacampeonato desapareció mucho más rápido de lo que había llegado, la suficiencia brasileña, esta vez no fue suficiente. "Viagra para Ronaldo", gritó una mujer fuera de sí mientras se tironeaba la camiseta del nueve del Inter. Frente a uno de los hoteles de Copacabana, hasta anoche se había trabajado sin respiro para construir un gran arco del triunfo con los colores del Brasil. Ayer, minutos después del partido, algunos pedazos de la madera balsa y el telgopor pintado de verde, rodaban por la playa. En menos de un par de horas se desarmó la ilusión, la lluvia que a lo largo del día se alternó con el sol, se adueñó de la noche como Francia de la Copa. Aún en Río de Janeiro, podría decirse "que hasta el cielo se ha puesto a llorar".
|