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CAMBIO PIZZA POR TRAVESTI
Por Norma Morandini

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t.gif (862 bytes) Desde que veo a los vecinos movilizados contra los travestis, me siento tentada a ofrecer un trueque: Cambio pizzería de esquina, con mesas sobre la vereda, bullicio garantizado hasta la madrugada, por un punto para travestis. Convencida de que los "trabajadores/as del sexo" serán menos ruidosos y molestos para el sueño que la molesta pizzería que ocupa día y noche toda la acera, interrumpe el paso, deja parvas de basura y el insomnio de los vecinos. Sin embargo, ¿por qué ambas actividades comerciales, la venta del cuerpo y la venta de la pizza, dos negocios privados que se realizan en el espacio de todos, la calle, concitan diferentes indignaciones? Tolerado uno, y hasta estimulado por los que nos sentamos en los restaurantes con sus mesas en las calles, la presencia de esos hombres que eligieron ser mujeres y exhiben sus cuerpos en alquiler perturba y molesta más que los gritos en la madrugada de los trasnochadores, los adolescentes que beben cerveza hasta la madrugada o los automovilistas que tocan bocinas como si estuvieran a plena luz del día. Para que no queden dudas. No estoy defendiendo la prostitución, ni creo que el debate entre vecinos y travestis sea ideológico, entre progresistas y conservadores, ni mucho menos moral. Un falso debate que no incluye el problema más amplio y profundo que padecemos todos: la creciente y continua invasión del espacio público por los negocios privados. Siempre es una tentación analizar los nuevos dilemas bajo el prisma del autoritarismo pasado. Así, los que fueron reprimidos y perseguidos, como los travestis y las prostitutas, adquieren ante la sociedad el derecho de los débiles. Sin embargo, si ellos mismos se llaman "trabajadores del sexo" porqué no aplicarles las obligaciones que se exigen al resto de los trabajadores. ¿Por qué se combate a los vendedores ambulantes, sin que nadie sea acusado de conservador o atrasado? No sé cuál es la solución. Sólo el debate público, el reconocimiento de los derechos de las partes en pugna restituirá el equilibrio entre los que demandan y los que necesitan. No se trata de un debate moral sino político, pero la política no en términos electorales sino de consenso, el tema preferido del nuevo liberalismo.La ciudad ha sido tomada tanto por el comercio legal como por la llamada economía informal. El deterioro continuo de las calles y los paseos se está llevando lo que mejor teníamos como país, el espacio urbano. Como un caníbal que se come a sí mismo, la ciudad se está "barbarizando". Si la urbe expresó históricamente la civilización, la degradación física y cultural de muchas ciudades en este fin de siglo muestra una "barbarie urbana", como la bautizó el brasileño Decio Freitas. Resulta irónico que ese historiador, uno de los más prestigiados en el país vecino, contraponga la "civilizada Buenos Aires" para criticar a las "sucias, violentas y hediondas" ciudades de su país. Es probable que él conserve la visión idealizada que tienen los extranjeros sobre Buenos Aires, sin el padecer cotidiano de su tránsito caótico y las veredas tomadas por las mesas y la basura. Con un Estado en retirada, sometido a las presiones de los intereses privados, el espacio público se ha convertido en el escenario del nuevo ordenamiento económico, el lugar donde pujan diferentes derechos. Y ya se sabe, gana el más fuerte, el que tiene dinero y corrompe a los funcionarios que autorizan las habilitaciones. La legalidad ilegítima: negocios que a toda vista están invadiendo el espacio colectivo, y sin embargo, como exhiben la autorización burocrática, el papel que les autorizó a abrir, sin inspección ni control, a la hora del reclamo, las repuestas son igualmente burocráticas.Protestan los vecinos, opinan los urbanistas, analizan los sociólogos.Todo eso está bien, pero aquí como en todas las democracias desarrolladas con las que tanto queremos parecernos el problema de las ciudades esencialmente es una responsabilidad de los gobernantes. Porque ésa es su función: igualar las desigualdades y garantizar que ante la ley somos todos iguales. La falta de autoridad para hacer cumplir las obligaciones que reglan la vida en sociedad, llamada ahora "convivencia", destruye la vida urbana y lleva a otros argumentos patéticos: evitar las prohibiciones para impedir la corrupción policial. Como si el problema del chantaje, las coimas y la prepotencia policial se solucionara sólo con cancelar las normas, en lugar de que los gobernantes obliguen a los policías a hacer cumplir las leyes en defensa y seguridad de los ciudadanos. De no ser así, corremos el riesgo de que la policía se convierta, también, en un rentable negocio privado.

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