CAMBIO
PIZZA POR TRAVESTI
Por Norma Morandini |
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Desde
que veo a los vecinos movilizados contra los travestis, me siento tentada a ofrecer un
trueque: Cambio pizzería de esquina, con mesas sobre la vereda, bullicio garantizado
hasta la madrugada, por un punto para travestis. Convencida de que los
"trabajadores/as del sexo" serán menos ruidosos y molestos para el sueño que
la molesta pizzería que ocupa día y noche toda la acera, interrumpe el paso, deja parvas
de basura y el insomnio de los vecinos. Sin embargo, ¿por qué ambas actividades
comerciales, la venta del cuerpo y la venta de la pizza, dos negocios privados que se
realizan en el espacio de todos, la calle, concitan diferentes indignaciones? Tolerado
uno, y hasta estimulado por los que nos sentamos en los restaurantes con sus mesas en las
calles, la presencia de esos hombres que eligieron ser mujeres y exhiben sus cuerpos en
alquiler perturba y molesta más que los gritos en la madrugada de los trasnochadores, los
adolescentes que beben cerveza hasta la madrugada o los automovilistas que tocan bocinas
como si estuvieran a plena luz del día. Para que no queden dudas. No estoy defendiendo la
prostitución, ni creo que el debate entre vecinos y travestis sea ideológico, entre
progresistas y conservadores, ni mucho menos moral. Un falso debate que no incluye el
problema más amplio y profundo que padecemos todos: la creciente y continua invasión del
espacio público por los negocios privados. Siempre es una tentación analizar los nuevos
dilemas bajo el prisma del autoritarismo pasado. Así, los que fueron reprimidos y
perseguidos, como los travestis y las prostitutas, adquieren ante la sociedad el derecho
de los débiles. Sin embargo, si ellos mismos se llaman "trabajadores del sexo"
porqué no aplicarles las obligaciones que se exigen al resto de los trabajadores. ¿Por
qué se combate a los vendedores ambulantes, sin que nadie sea acusado de conservador o
atrasado? No sé cuál es la solución. Sólo el debate público, el reconocimiento de los
derechos de las partes en pugna restituirá el equilibrio entre los que demandan y los que
necesitan. No se trata de un debate moral sino político, pero la política no en
términos electorales sino de consenso, el tema preferido del nuevo liberalismo.La ciudad
ha sido tomada tanto por el comercio legal como por la llamada economía informal. El
deterioro continuo de las calles y los paseos se está llevando lo que mejor teníamos
como país, el espacio urbano. Como un caníbal que se come a sí mismo, la ciudad se
está "barbarizando". Si la urbe expresó históricamente la civilización, la
degradación física y cultural de muchas ciudades en este fin de siglo muestra una
"barbarie urbana", como la bautizó el brasileño Decio Freitas. Resulta
irónico que ese historiador, uno de los más prestigiados en el país vecino, contraponga
la "civilizada Buenos Aires" para criticar a las "sucias, violentas y
hediondas" ciudades de su país. Es probable que él conserve la visión idealizada
que tienen los extranjeros sobre Buenos Aires, sin el padecer cotidiano de su tránsito
caótico y las veredas tomadas por las mesas y la basura. Con un Estado en retirada,
sometido a las presiones de los intereses privados, el espacio público se ha convertido
en el escenario del nuevo ordenamiento económico, el lugar donde pujan diferentes
derechos. Y ya se sabe, gana el más fuerte, el que tiene dinero y corrompe a los
funcionarios que autorizan las habilitaciones. La legalidad ilegítima: negocios que a
toda vista están invadiendo el espacio colectivo, y sin embargo, como exhiben la
autorización burocrática, el papel que les autorizó a abrir, sin inspección ni
control, a la hora del reclamo, las repuestas son igualmente burocráticas.Protestan los
vecinos, opinan los urbanistas, analizan los sociólogos.Todo eso está bien, pero aquí
como en todas las democracias desarrolladas con las que tanto queremos parecernos el
problema de las ciudades esencialmente es una responsabilidad de los gobernantes. Porque
ésa es su función: igualar las desigualdades y garantizar que ante la ley somos todos
iguales. La falta de autoridad para hacer cumplir las obligaciones que reglan la vida en
sociedad, llamada ahora "convivencia", destruye la vida urbana y lleva a otros
argumentos patéticos: evitar las prohibiciones para impedir la corrupción policial. Como
si el problema del chantaje, las coimas y la prepotencia policial se solucionara sólo con
cancelar las normas, en lugar de que los gobernantes obliguen a los policías a hacer
cumplir las leyes en defensa y seguridad de los ciudadanos. De no ser así, corremos el
riesgo de que la policía se convierta, también, en un rentable negocio privado.
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