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De cómo morir en Madrid, y después volver a Buenos Aires

Este mes, Página/30 regala "Morir en Madrid", de Frédéric Rossif, y dedica su edición a la idea totalizadora de la "ciudad"


t.gif (67 bytes)  La Guerra Civil Española terminó en 1939. Más de 20 años después, mientrasna28fo02.jpg (13516 bytes) preparaba una película sobre Ernest Hemingway, el documentalista "de montaje" Frédéric Rossif, nacido en Yugoslavia y nacionalizado francés, quedó impactado por parte del material testimonial sobre la guerra. En 1961 Rossif había montado Le temps du ghetto, sobre el exterminio judío en Varsovia, que había sido bien recibido por la crítica. Una vez decidido a armar un film sobre la Guerra Civil, emprendió varios meses de investigaciones en archivos de noticieros o documentales de Francia, Estados Unidos, Inglaterra y, en especial, Rusia, donde obtuvo el permiso de reproducir imágenes hasta entonces inéditas del camarógrafo Roman Karmen sobre los bombardeos en Madrid. A eso se sumaron los materiales aportados por el gobierno vasco en el exilio. Entretanto, para agregar metraje contemporáneo (aunque con una clara voluntad de mostrar la continuidad de la "España eterna" más que los cambios), su productora Nicole Stéphane solicitaba un permiso de rodaje a la Dirección General de Cinematografía y Teatro de España para realizar un documental televisivo titulado, justamente, Espagne eternelle. Pero si la solicitud hablaba de toros, flamenco y turismo, las cámaras filmaron castillos, campos desnudos y pobres, villorrios y procesiones de Semana Santa. En el montaje definitivo ese material, que fue pensado para media hora, ocupó mucho menos espacio, por la abrumadora riqueza de los materiales de archivo. Morir en Madrid, la película que regala este mes Página/30, son 83 ajustados minutos por los que transcurren cientos de niños que son definitivamente separados de sus madres para poder salvarse; civiles corriendo por las calles en llamas, con objetos queridos o hijos en brazos, escapando del silbido creciente de las bombas; calles repletas de cadáveres; con voces en off que explican las imágenes y citan a García Lorca, Saint-Exupéry, Bernanos, Unamuno y Miguel Hernández.

A partir de Morir en Madrid, Página/30 traza el mapa de una edición dedicada a la ciudad. Una ciudad de Buenos Aires en la que nevó por única vez durante el invierno de 1918. Que debe su nombre a los dos sacerdotes mercedarios que acompañaban a Pedro de Mendoza y en cuyo convento sevillano se veneraba a la "Virgine di Bonaria": la Virgen del Buen Aire. Y por la que circulan 42 mil taxis, 145 líneas de colectivo y 400 vagones de las cinco líneas de subte que recorren por día una distancia igual a dos vueltas al mundo. Una ciudad con 46 barrios, 2186 calles, 190 avenidas, 500 pasajes, 24.130 cuadras, 44.260 veredas, 11.278 manzanas, 1.753 monumentos y 15 fuentes. Una ciudad cuya calle Victorino de la Plaza es, en un tramo, paralela a sí misma.

Sobre el plano de esa ciudad se trazan mapas engañosamente personales, y en ciertas zonas colectivas. Un recorrido por el puente Avellaneda, la Plaza de Mayo, Ezeiza y lugares ensangrentados por los furores de la historia que se erigen, en Buenos Aires, como enclaves de una geografía tatuada por la política. Una recorrida por la ciudad cuyos bordes pueden o no coincidir con los de Buenos Aires, pero que habita dentro de las cabezas de los escritores Adolfo Bioy Casares, Juan Forn, Rodrigo Fresán, Juan Martini, Laura Ramos, Ricardo Piglia, Andrés Rivera y Juan José Saer. La construcción, pieza por pieza, ladrillo de plástico sobre ladrillo de plástico, del emporio danés Lego. Y así, como ladrillos de Lego que se encastran y que con la misma dificultad se despegan, asoman en las páginas los esforzados trazos por demarcar en Buenos Aires la esquiva y festiva noción de "zona roja", mientras de manera absolutamente indiscriminada las raves, los shoppings y los 24 horas proliferan hasta podar cualquier otra opción: bailar o comprar. Y como otra opción, como esa opción a la que se intenta recurrir a la hora de añorar Buenos Aires desde lejos, como esa ciudad que supo elegir Charly García cuando tuvo que elegir una ciudad del mundo que no fuera Buenos Aires --"Nueva York, porque es la ciudad que más se parece a Buenos Aires"-- Norman Mailer, Donald Trump, Woody Allen, Jerry Seinfeld y Lou Reed se despachan con cinco monólogos egocéntricos y urbanos sobre la Gran Manzana; mientras Italo Calvino, desde Las ciudades invisibles, escribe lo que positivamente funcionaría como informes de un desaforado Marco Polo a un Gran Kan, breves tratados acerca de sus visitas a la idea de la ciudad como idea. Visitas al extranjero con la única excusa de volver a Buenos Aires. Y morir en Madrid.

 

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