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Panorama
Económico Si todo baja en el mundo, ¿por qué, en promedio, no bajan las cosas para el consumidor argentino? El caso de la nafta, que ignora en los surtidores el derrumbe del petróleo, no es el único. Todos los alimentos que contienen cereales deberían haberse abaratado, como cualquier producto industrial en el que intervengan petroquímicos o metales. ¿Bajaron las galletitas, los fideos? No que se sepa. A pesar de que la crisis asiática, con su enorme impacto sobre los precios mundiales, cumplió ya un año, en esos doce meses el IPC argentino aumentó 1,1 por ciento (contra una caída de 2,0 por ciento en los precios mayoristas). Al sostener contra viento y marea su relación de 1 a 1 con el dólar, el peso recibe plenamente las devaluaciones de otras monedas y el abaratamiento, en dólares, de lo que venden esos países. Pero la competencia no parece funcionar tanto como se dice: la reducción de costos se pierde por alguna hendija y no llega al precio final de los productos. Ni siquiera la atropellada de híper y supermercados alteró este manejo poco competitivo de los precios. Mientras tanto, si los salarios y las condiciones laborales van siendo amoldados a los parámetros de economías como las asiáticas, la consecuencia es una caída en el bienestar de los trabajadores, que absorben el contexto cada vez más áspero que rodea hoy a cada sistema nacional. Según Jorge Todesca, ex subsecretario de Comercio Interior con Raúl Alfonsín, "mientras el mercado tire, las empresas aprovecharán para recomponer márgenes de utilidad". La conclusión es curiosa: la importación de bienes más baratos, como los que vienen de países que devaluaron drásticamente sus monedas, no consigue que caigan los precios en el mercado interno porque lo que el país no importó hasta ahora es la recesión que sufren algunas economías asiáticas. Haría falta un agudo enfriamiento de la demanda para que las empresas se decidan a prescindir de su actual colchón de precios, como forma de defender su mercado. Pero nadie se sentiría feliz en ese caso. Como ocurrió históricamente, las empresas tratan de recuperar a costa del consumidor local lo que no pueden obtener del externo. Cuando caen los precios de exportación, la demanda local paga los platos rotos porque debe aceptar precios excesivos para compensar la baja internacional y así apuntalar las utilidades de las compañías. Estas juegan con esa segmentación de mercados hasta el límite que les permita la competencia importada, si es que aparece, y contando a su favor con el margen de protección arancelaria. Cuanto mayor sea ésta, más gruesos los sobreprecios. Pero la consultora Débora Giorgi aclara que esto cambia cuando el comprador es un industrial, que seguramente estará monitoreando al minuto el valor de cada insumo en el mercado mundial. Ejemplo: si Nobleza le compra a Aluar el foil de aluminio, difícilmente acepte un precio que ignore el bajón internacional. Pero, cualquiera sea el resultado del regateo entre las dos compañías, el fumador seguirá pagando cada atado tanto como antes. Una manera de justificar la indiferencia del precio final interno consiste en aducir que el valor de los insumos tiene escasa incidencia (rara vez superior al 20 o 25 por ciento) en el costo total, diluyéndose así cualquier baja. En el caso de los servicios públicos, cuyas tarifas fueron negociadas con el Gobierno al privatizarse las empresas estatales, manda la rigidez. Según la consultora Débora Giorgi, "ningún marco regulatorio ajusta las tarifas por el costo de los insumos: a partir de un nivel inicial, ajustan por algún indicador de precios internacionales". De hecho, ahora que los precios están bajando en Estados Unidos, esa caída comenzará a trasladarse a algunos servicios en la Argentina. Por de pronto, desde este mes debe abaratarse el gas porque las tarifas de transporte y distribución están atadas, con ajuste semestral, al índice de precios industriales norteamericano. Sorprendentemente, será en el área de los precios regulados (o administrados), y no en el de los precios libres, donde los valores mostrarán mayor flexibilidad a la baja. Horacio Rieznik, ex subsecretario de Industria, que no cree más de la cuenta en el mercado, escribió, para que aparezca en el próximo número de la revista de Techint, su particular enfoque de ingeniero sobre el problema. "El hombre opera sobre la naturaleza --dice--, utilizando sus propias leyes, para protegerse y evitar o limitar los desastres naturales (incluyendo las enfermedades) y para utilizarla en su provecho y aumentar su confort. Para ello aplica regulaciones muy fuertes (pararrayos, diques, caminos pavimentados, agua corriente, cloacas, estructuras antisísmicas, etc.), y hoy en día trata de protegerla mediante la ingeniería ambiental. No deja operar libremente a las leyes naturales porque sería avasallado por ellas. En forma idéntica se debe actuar sobre el mercado, utilizando las leyes de la economía para prevenir que su libre acción conduzca a calamidades tan perversas como las que fácilmente se observan en la naturaleza y para gozar socialmente de un alto nivel de vida." En realidad, su artículo se refiere a la actual volatilidad financiera (los constantes temblores en los mercados), provocada por la descomunal velocidad que alcanza la rotación mundial de capitales, 150 veces mayor que la velocidad a la que se desplaza el comercio de mercaderías. Para Rieznik, "la velocidad de circulación de los activos financieros ha tomado una dimensión tal que, por analogía, puede compararse con el fenómeno que ocurre al sobrepasar la velocidad del sonido: los diseñadores de aviones no aplican las mismas soluciones para diseñar un avión subsónico que uno supersónico". El FMI, en cambio, sigue con las mismas recetas de cuando los capitales se movían a pedal y nadie le cantaba a la globalización.
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