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The Guardian de Gran Bretaña Por James Meek desde San Petersburgo Fue más digno y tranquilo de lo que cualquiera hubiera esperado. Nicolás y Alexandra fueron enterrados ayer en un ojo de la tormenta de la historia, con los malos recuerdos, las ásperas advertencias, las dudas, las burlas, las acusaciones de hipocresía, blasfemia y vulgaridad, acallados durante una hora de duelo familiar y expiación rusa. El funeral de la última familia imperial rusa fue televisado en vivo por la televisión nacional, y sin embargo era tanto un hecho privado como público, triplemente separado del mundo exterior: dentro de la Catedral de San Pedro y San Pablo de 295 años de antigüedad --el edificio más antiguo de San Petersburgo-- que a su vez está dentro de una fortaleza, que a su vez está dentro de una isla. Hasta el presidente Boris Yeltsin, que pronunció un discurso poderoso y sombrío expresando la vergüenza de Rusia por el asesinato del zar y la zarina y su familia, se deslizó dentro y fuera de la catedral por una puerta lateral, evitando el ejército de medios en la plaza adoquinada debajo de su campanario barroco. "Al enterrar los restos de inocentes asesinados, queremos expiar el pecado de nuestros ancestros," dijo. "Aquellos que cometieron este crimen son culpables, como lo son aquellos que durante décadas lo aprobaron. Somos todos culpables. Es imposible mentirnos justificando una crueldad sin sentido por motivos políticos." Como jefe del Partido Comunista en Yekaterinburgo, llamada entonces Sverdlovsk, en 1977, Yeltsin llevó a cabo las órdenes del Politburó de destruir la casa donde fueron ejecutados los Romanov, para evitar que el edificio se convirtiera en un santuario monárquico. Ayer, en cambio, permaneció de pie en la iglesia familiar de los Romanov, rodeado por los descendientes vivos de éstos, instando a Rusia a no olvidar jamás lo que sucedió en 1918. "El fusilamiento de la familia Romanov es el resultado de una intransigente división de la sociedad rusa en 'nosotros' y 'ellos'". Los resultados de esta división se pueden ver aún ahora", dijo el presidente. "Enterrar a las víctimas de la tragedia de Yekaterinburgo es un acto de justicia humana, un símbolo de unificación en Rusia y de la redención de una culpa común. Frente a la memoria histórica de la nación, somos responsables de todo. Y es por eso que yo estoy aquí, como ser humano y como presidente. Inclino mi cabeza ante las víctimas de estos despiadados asesinatos." Yeltsin, cuyo propio reinado puede estar llegando a su fin y que anhela un lugar en la historia como el hombre que colocó a Rusia en el camino de la paz y la prosperidad, dijo que los hechos que rodeaban los asesinatos de los Romanov, hace exactamente 80 años, mostraban la inutilidad de la violencia como instrumento de cambio. Humo fragante salía de los incensarios y los sacerdotes ortodoxos entonaban un salmo mientras los nueve ataúdes descendían a una tumba de doble cámara. En el nivel de abajo estaban los cuatro sirvientes fusilados junto con la familia --el valet, Alozi Trupp, la doncella de Alexandra, Anna Demidova, el cocinero, Ivan Kharitonov, y el médico de la familia, Yevgeny Botkin--. Por encima de ellos estaban el zar, la zarina y tres de sus hijos, Olga, Tatiana y Anastasia. Los restos del heredero, Alexei, y de la cuarta hija, María, no se han encontrado. "Fue hermoso. Fue perfecto." dijo Rostislav Romanov, de Rye en East Sussex al sur de Inglaterra, el tataranieto de un zar anterior, Nicolás I. "Estoy muy orgulloso de Rusia y muy orgulloso de mi familia. Hicieron lo correcto." Dijo que estaba muy contento de que Yeltsin hubiera decidido, a último momento, asistir, y que finalmente el deseo de la familia de un "funeral cristiano" se hubiera cumplido. Muchos miembros de la familia lloraron. "No había ni un ojo seco en la casa. Era inevitable llorar. Hay que penar para comenzar a cicatrizar." Nicolás II quizás hubiera preferido ser enterrado en otro lugar y no entre sus ancestros en la Catedral de Pedro y Pablo. Un hombre profundamente religioso, su pasión por la Rusia medieval, influida por los tártaros, que existía antes de las reformas occidentales de Pedro el Grande, lo llevaron a preferir Moscú a San Petersburgo. Es incierto que le hubiera gustado el interior barroco germánico de la catedral --que técnicamente todavía es un museo--, con sus espacios luminosos y amplios y su falta de iconos. Tampoco hubiera estado contento de que su funeral fuera organizado por un régimen que se llama a sí mismo una democracia. Como tenaz creyente en los derechos divinos de los zares, hizo todo lo que pudo para socavar el Parlamento que se le impuso con la revolución de 1905. El último zar se regocijó en secreto con la masacre de los judíos por los ultranacionalistas en ciudades como Odessa. Su desastrosa decisión de tomar el comando del Ejército en el pico de la Primera Guerra Mundial y su poca habilidad para evitar que Alexandra y su favorito, Rasputín, gobernaran el país por capricho y antojo, lo llevaron directamente a la revolución de febrero de 1917, su abdicación, el golpe bolchevique y su ejecución. Sus defensores dicen que cualquiera que hayan sido sus defectos como gobernante, --algunos comunistas todavía lo llaman "el sangriento Nicolás"-- , sus últimos días en cautiverio con su familia lo convirtieron en un hombre mejor, más humilde. El zar y su familia fueron sepultados, pero si las futuras generaciones de rusos les permitirán descansar en paz es una pregunta que queda abierta. Muchos dentro de la iglesia creen que murieron como mártires cristianos, y deben ser santificados. Eso significaría que los restos se convertirían en reliquias santas, lo que exigiría la construcción de un santuario bajo la supervisión ortodoxa. Traducción: Celita Doyhambéhère.
LAS PERICIAS DE ANTROPOLOGIA FORENSE El País de Madrid Por Luis Matías López desde San Petersburgo Una comisión gubernamental presidida por el viceprimer ministro Boris Nemtsov certificó en febrero pasado que los restos exhumados en 1991 cerca de Yekaterimburgo pertenecían al zar, su familia, su médico y tres criados. ¿Caso cerrado? Ni mucho menos. Aunque desde el punto de vista científico, el margen de error sea mínimo. Serguéi Abramov, un prestigioso antropólogo forense, efectuó los primeros estudios con una técnica de superposición por computador entre los restos y fotografías de las víctimas del magnicidio. Llegó a la conclusión de que faltaban los huesos del zarévich Alexéi y la gran duquesa María, pero identificó a la hermana de ésta, Anastasia, objeto de una leyenda que la da como superviviente de la matanza. No fue suficiente. En 1993, se creó una comisión especial dirigida por el investigador de la fiscalía Vladimir Soloviov y se empezó a recurrir a las pruebas del ADN, a cargo del biólogo molecular moscovita Pável Ivanov. Este se llevó muestras de los huesos a Londres en una maleta y allí efectuó numerosos análisis en colaboración con Peter Gill, del laboratorio de investigación de ciencias forenses. Se hicieron pruebas adicionales en EE.UU. Los huesos de la zarina Alejandra se compararon con los de un pariente lejano suyo, el príncipe británico Felipe; y los de Nicolás II, con los de su hermano Georgui, muerto en 1899 y enterrado en la fortaleza de Pedro y Pablo. El permiso para exhumar sus restos se dilató tanto que hubo que recurrir a la ayuda económica del violonchelista Mtislav Rostropovich, que pagó el viaje a Japón de Ivanov para estudiar los restos de sangre que el zar dejó en un pañuelo con el que se limpió una herida de espada provocada por un perturbado que le atacó en la ciudad de Otsu. Precisamente, la principal duda afecta al último emperador aunque los científicos no creen que supere el 1,5 por ciento. La sangre del pañuelo de Otsu estaba demasiado reseca, y la tumba del príncipe Gueorgi apareció, cuando finalmente fue abierta, llena de agua. Al comparar los análisis efectuados con los de otros dos parientes mostraron un fallo en la secuencia genética que llevó a la conclusión de que el zar padecía de heteroplasmia, una extraña mutación del ADN. Tampoco aparecen los restos del machetazo en la cabeza, aunque el cráneo no está completo. Suficiente material para alimentar tanto la polémica como la leyenda de que hubo supervivientes de la matanza de 1918. La ausencia de los huesos de Alexéi y de su hermana María ha dado alas a las diversas encarnaciones del zarévich hemofílico. En una de ellas fue un canadiense, Alexéi Tammet-Románov, llamado antes Ernst Veermann y Heino Tammet. Murió en 1997 cuando tenía 62 años. No era hemofílico, pero padecía una especie de leucemia con síntomas muy parecidos. Su hija no ha dejado de reivindicar desde su muerte que era el heredero de Nicolás II.
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