Inventaron el escrache, que primero parecía un gesto de impotencia, desarticulado, casi una travesura de adolescentes que no podían padecer la adolescencia como lo hace todo el mundo --peleándose con sus padres, descubriéndoles sus defectos, desarmado esas figuras ideales de la infancia-- simplemente porque sus padres no están. Ni siquiera están muertos: están en ese estado anterior a cualquier duelo, en ese territorio siniestro de la desaparición. Mientras el tiempo iba pasando, mientras las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final le cerraban la puerta a la justicia, mientras el indulto le puso candado a esa puerta, mientras todos nos hicimos mayores o viejos, según venga al caso, mientras esta democracia que primero creímos tambaleante se afirmaba a costa de seguir ignorando algunas cosas --por ejemplo, sin ir más lejos, quién, cómo, dónde, cuándo y por qué fueron asesinados los padres de esos chicos y chicas de HIJOS--, ellos crecieron. Antes no tenían voz, eran chiquitos con historias diferentes que confluían en un punto: un padre o una madre o los dos no habían estado ahí para ampararlos, habían crecido cuidados por abuelas o tías o parientes lejanos que sólo a veces y en algunos casos les hablaban de lo que había pasado. Algunos de ellos se hicieron grandes percibiendo la tragedia, atando cabos, reclamando saber. Y un día salieron a la calle bajo ese nombre que lo dice todo. Es la marca de sus vidas: son HIJOS, y seguirán siéndolo --aunque algunos de ellos ya son padres y madres y deberían estar armando otra historia con su propia historia-- porque este país y sus miserias no les permite pasar a otra cosa. Una lealtad de hierro con los que los amaron y no están es lo que los identifica, lo que les da identidad, lo que los hace mejores. Casi sin advertirlo, estamos asistiendo a un recambio en la lucha por los derechos humanos en la Argentina. Cuando todo era silencio, fueron las Madres y las Abuelas las que desde un entrañable e imparable impulso femenino salieron a gritar, a exigir, a reclamar justicia. Muchas de ellas murieron, otras se están haciendo viejas. Hace tiempo algunas decían que seguirían peleando mientras vivieran. Y quedaba colgando la pregunta: ¿Y cuando ellas no estén? ¿Tendrán por fin una precaria paz los represores? Ya sabemos que no. Estos chicos y chicas inventaron el escrache y a través de él dieron el presente en esta sociedad tan proclive al no sé, no me acuerdo, al no fue para tanto, al no contesta. Ya no son sólo mujeres, como antes. Esta nueva generación creció mamando otras pautas de género, otros roles, y se mezclan y se acompañan y complementan sus matices. Uno puede verlos y se nota que son entre sí mucho más que amigos o compañeros de ruta. Destilan la familiaridad que los une, ese vínculo que se construye cuando no hay palabras y el dolor tapa todo. Uno puede escucharlos pero no es lo que digan ni lo que hagan lo que conmueve: son ellos mismos, el hecho de que existan, de que estén aquí, lo que deja constancia de que hubo otros que se amaron, que los concibieron, que los recibieron cuando llegaron a este mundo. Los HIJOS son la prueba de que hubo otros que fueron padres. Seguirán tirando témpera roja contra las casas de los represores, seguirán manchando uniformes policiales, seguirán molestando, haciendo torpes sketches entre humorísticos y trágicos, seguirán aguando la fiesta de los que quieren hacer de cuenta que aquí no pasó nada, cortando el tránsito, portándose mal en los programas de tevé. Crecerán, madurarán y serán hombres y mujeres que nunca dejarán de ser HIJOS, y de ese estorbo tendremos que hacernos cargo todos, porque por suerte están ellos, para asegurarnos de que en este país hay chicos y chicas que no dejarán que germine el olvido. |