RÉQUIEM
Por Miguel Bonasso |
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Ayer
sonó el maldito teléfono con la noticia. Y no me imaginé a Cacho El Kadri muerto en
Tilcara. Ni siquiera oyendo los sollozos de Roberto Baschetti. Se me cruzaron, frescas,
vivas, imágenes de un Cacho siempre sonriente. Desde la última hace pocos días hasta la
primera hace demasiados años. Cuando el nombre Envar el Kadri guardaba para los
militantes de la segunda ola de la JP el aura romántica de los fundadores, el prestigio
de su propio sonido oriental, la saga de la guerrilla peronista truncada en Taco Ralo. Y
me costó recordar algo que ya sabía, que él mismo me había dicho: teníamos los dos la
misma edad. Sólo que yo había sido un adolescente alejado de la política por la
literatura y el escepticismo sobreprotector de mis padres y él había sido uno de esos
muchachitos de quince o dieciséis años que habían salido a inventar la Juventud
Peronista (junto con el anarquista Jorge Rulli o el inolvidable Gustavo Rearte). Por eso,
aunque teníamos la misma edad, yo lo miraba en 1973, cuando liberamos a los presos en el
gobierno de Cámpora, como un mayor, un histórico que venía del territorio imaginado y
no vivido de la primera resistencia peronista. Después los caminos habrían de cruzarse y
muchas veces, separarse, por influjo de la militancia y de esa particularidad que han
tenido todas las izquierdas de la Tierra --incluyendo la peronista-- para discutir con
ferocidad por comas, palabras y paternidades. Valga una curiosa digresión: el diccionario
que carga el Word de Windows no reconoce la palabra militancia que acaba de aparecer en la
pantalla de mi computadora subrayada con el clásico fideo rojo de los vocablos
incorrectos. (Un dato de los tiempos de Bill Bates, nombre que sí reconoce el Larousse
electrónico.) Aunque también una continuidad, renovada, distinta, de aquella militancia,
que las máquinas bobas insisten en subrayar con un fideo rojo, habría de mantenernos
unidos, en estos tiempos de Bill Gates, a la hora de celebrar la inmensa humanidad de
Germán Abdala o evocar, para las nuevas generaciones, la melancólica saga de la
revolución masacrada, desde una posición vertical, ajena a las agachadas de los
conversos. En esos minutos secos, negros, que sucedieron a las primeras llamadas de dolor,
se me aparecieron por suerte otros Cachos: el que nos hablaba, a mi mujer, Ana, y a mí,
en el hotel Nacional de La Habana, de la película que nunca pudo hacer sobre la fuga de
los Tupas en el penal de Punta Carretas; el que nos contó en una cenas de kepes y garbanza
(en el club siriolibanés de la calle Melo) el viaje que había hecho con su padre a ese
Líbano del que procedían. Del que procedía ese nombre prodigioso. Envar el Kadri, que
había adornado los relatos de la Resistencia con un plus evocador de hazañas
salgarianas. También recordé con remordimiento las pocas veces en que discutimos, en
público. Por ese Perón que los dos quisimos y con el que nos peleamos en circunstancias
distintas, como buenos perucas: Cacho, en los setenta, en la época de la Alternativa
Independiente que levantaban las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), yo en estos tiempos
duros de Bill Gates, en que se me dio por pasarle facturas históricas al Padre Eterno. Y
agradecí haberlo visto en el homenaje a Germán, donde nos abrazamos con el cariño de
siempre. Esta gran burrada que es la muerte lo derribó en Tilcara, cuando se levantaba de
la mesa amiga, que compartía con ese otro tipazo que es Miguel Angel Estrella. Videla,
Bussi o Etchecolatz, en cambio, siguen respirando. Y uno no puede dejar de hacer esas
reflexiones sin sentido. Dentro de unos minutos me voy a levantar del teclado para cumplir
el viejo ritual de la despedida en el Centro Islámico. Y temo, lo confieso, asomarme al
rostro vaciado de Cacho. Entonces, mientras busco consuelos contra el absurdo, escucho lo
que me dice, desde su entereza y sabiduría, Laura Bonaparte; que van a crear un centro de
documentación sobre derechos humanos y va a llevar como nombre Envar el Kadri. Ese nombre
que escuché, por primera vez, una tarde de 1968. Que evocaba tigres y alfanjes, huríes y
fuentes incesantes en los patios de mayólica, pero también la saga gigantesca y aún
inédita de las luchas populares. El amanecer de humo y frío de las volanteadas, las
cargas de la Montada, el símbolo del Vuelve en los muros del Sur. El viento del pueblo
que Cacho seguía escuchando, terco y sonriente, a pesar de los gerentes.
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