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La penúltima palabra
Por J. M. Pasquini Durán

t.gif (862 bytes) Ante los miembros de su gabinete, gobernadores, legisladores y dirigentes de su partido el presidente Carlos Menem hizo una declaración formal: "He resuelto excluirme de cualquier curso de acción que conlleve la posibilidad de competir en 1999". ¿Serán éstas sus últimas palabras sobre el tema? La respuesta recién se conocerá el 11 de abril, si se mantiene la fecha, cuando sea proclamada la fórmula justicialista que competirá por la sucesión del actual gobierno. Faltan nueve meses, el tiempo para la gestación de una vida humana, una eternidad en política.

En lo inmediato, la declaración presidencial procura desactivar la movilización opositora, y conservar, en toda la plenitud posible, la autoridad político-institucional de su investidura. De persistir con el propósito continuista, que Menem había aceptado en público hace pocos días, hubiera provocado su propia desestabilización, porque los efectos que provocaba eran el exacto contrario de los que buscaba.

En lugar de dividir a la Alianza fortaleció el único punto que los coaliga de verdad, el antimenemismo. Encima, les abrió las puertas para ampliar el arco hasta Beliz, Cavallo, algunos obispos y, tal vez, hasta el mismísimo Eduardo Duhalde. En los últimos días, desde Estados Unidos llegaron voces críticas de la colectividad judía por la impunidad del terrorismo antisemita y quejas políticas por la pasividad de Bill Clinton respecto de los proyectos continuistas en Argentina y Perú.

El reeleccionismo pertinaz acosó al gobernador bonaerense para ponerlo de rodillas, sin dejarle más salida que el contragolpe. Con el mismo desdén por las formalidades legales de los que pretendían retorcer la norma constitucional, Duhalde respondió con la lógica política de la Casa Rosada: convocó a un plebiscito que podía contar en votos el desagrado popular. Amenazó a Menem con el mismo recurso que usó el Presidente para conseguir de Alfonsín el Pacto de Olivos. En esas condiciones, la mayoría automática de la Corte Suprema, amenazada por la oposición con juicio político y aún cárcel en el futuro, comenzó a insinuar vacilaciones y alguna que otra fisura en el sólido muro de contención de los intereses gubernamentales.

La debilidad del proyecto quedó al desnudo en el escaso quórum que consiguió para formalizar el congreso del PJ, donde destacaron sobre todo las ausencias, nada menos que las delegaciones de Buenos Aires y Santa Fe. (De paso: ¿Qué estará haciendo el gobernador Obeid con la carta de arrepentimiento que le envió al Presidente, disculpándose por la rebeldía de los santafesinos que obedecieron instrucciones de Reutemann?) En tales condiciones, la autoridad presidencial sería como arena entre los dedos, imposible de retener en un puño hasta el 10 de diciembre de 1999. Por primera vez en este siglo, un presidente de la Nación podía desmoronarse sin golpes militares o de mercado, sino por faltarle el respeto a la Constitución. No es un dato menor para la cultura política del país.

¿Hay vencedores y vencidos? Duhalde, por supuesto, volvió a colocarse en carrera, aunque sea por la puntería con que disparó el plebiscito hacia la línea de flotación de la nave presidencial. La Alianza logró revitalizar el acuerdo original y pudo verificar que la flexibilidad en la búsqueda de acuerdos centrales puede otorgarle más espacio que la encerrona entre cuatro paredes. Para decirlo en términos simplistas, su futuro está en la calle más que en los salones. Sin embargo, ni Duhalde ni la Alianza son dueños de la voluntad de siete de cada diez argentinos, que es la proporción de los que se manifestaron en contra del tercer período consecutivo. Si hay un vencedor, entonces, es esa mayoría multicolor, en muchos casos sin partido, que está harta de la impunidad de los más fuertes, que prefiere la ley antes que la violencia.

El vencido, en apariencia, es el proyecto continuista. Ha sido zamarreado fuerte, sin duda. Hay motivos, de todas maneras, para suponer que el Presidente, y su proyecto, han dicho sólo la penúltima palabra. No sería la primera ni la última vez que el discurso oficial, basado en la emisión de dos o más mensajes que se contradicen entre sí, vuelva sobre sus pasos. En los próximos meses, el Gobierno debería desplegar una actividad asistencial dirigida a levantar adhesiones. Ayer mismo, las crónicas desde Lima, Perú, informaban que el presidente Fujimori había ordenado que 200 millones de dólares destinados a zonas rurales fueran gastados en centros urbanos, donde su imagen está más desgastada.

El presidente Menem hizo ayer otro anuncio: "Estoy excluyéndome de cualquier tipo de inmunidad para que como lo hicieron los militares en su oportunidad las futuras autoridades de Argentina o las actuales, desde este momento, me investiguen en todo, absolutamente en todo. No puedo seguir tirando mi honra a los perros". Bien podría ser ésta la primera frase de una nueva campaña de reparación de imagen. Falta tanto para las elecciones que, si es por tiempo, todavía hay un ancho margen de maniobras.

 

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