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Están verdes
Por Horacio Verbitsky

t.gif (862 bytes) Duhalde cortó el nudo de un tajo. Ya ha ganado la Ronda de Perdedores del 26 de octubre. Pero ante el realismo mágico de Ortega tal vez no surta efecto blandir la misma hoja cuya visión hizo apartar a Menem. Y recién después lo espera la Alianza, que a nada debe temer tanto como a sí misma. El renunciamiento forma parte de la mitología del peronismo. Tuvo grandeza, en 1952, cuando Evita declinó la candidatura que le ofrecía una multitud conmovida. Fue una táctica errática, a la que Perón acudió el 31 de agosto de 1955 para fortalecerse ante una oposición a la ofensiva, pero terminó con la desdichada amenaza del cinco por uno. Y en setiembre del mismo año, apenas constituyó un intento tardío por confundir a los golpistas en armas.

Por el texto y el tono de la declaración de Menem, se trataría de un acto de generosidad y desprendimiento, como en 1952, aunque Evita renunció a una candidatura posible y no a un espejismo. Pareció sincero. Dijo que sólo se dedicaría a gobernar, para que "el inmenso sacrificio de la mayoría beneficie a los que más tienen". Luego se corrigió: "Los que menos tienen". Pero también podría ser una respuesta táctica a la debilidad del Congreso partidario, al que asistió uno de cada cuatro delegados. Tampoco es descartable que haya sido un gesto de desesperación ante una catástrofe inminente.

Tal vez sea prematuro optar por una de las tres posibilidades. Ni siquiera son excluyentes, porque aquellos episodios de la mitología peronista tienen algo en común. Una relación desfavorable de fuerzas tornaba inviables los deseos de los fundadores del movimiento, cuyos míticos renunciamientos no fueron más que ajustes de cuentas con realidades políticas adversas. La novedad es que la desdicha de Menem no proviene de presiones o de actos de fuerza contra la voluntad popular, sino de la indiferencia generalizada por su suerte, ahora que lo van cubriendo las sombras del ocaso. Ayer dijo que su decisión era definitiva y la oposición teme que sólo trate de ganar tiempo en espera de un milagro, ya sea por una improbable extravagancia de la Corte Suprema o por la aún más dudosa reversión del hartazgo popular. En cualquier caso, Menem necesitaba impedir el plebiscito, cuyos resultados podrían hundir no sólo su ilusoria candidatura para 1999, sino también dañar en forma irreversible su personalidad política con vistas a un hipotético regreso posterior, e incluso ensombrecer con una pincelada de negro alfonsinista el fin de su presidencia. Menem es un político más racional y respetuoso de la realidad de lo que le gusta hacer creer. Como tal sabe que las uvas, por ahora, están verdes.

 

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