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Por Alejandra Dandan La sala está vacía. Un taco de almanaque marca 30 de junio. El tiempo en Las Violetas quedó detenido allí. Pero sus paredes buscan escapar a la clausura impuesta sobre 114 años de historia. Ese cierre es repelido por los vecinos de Almagro que, contra sus propias costumbres, comenzaron una especie de pueblada urbana: por las suyas acercaron harina, manteca y leche a los viejos empleados atrincherados en la confitería. Medialunas y facturas en Las Violetas ya no se fabrican con ingredientes de la casa sino con aportes de la gente. De mañana los mozos en la calle hacen masticar a transeúntes las masas que saben a una especie de victoria. Durante una semana ex clientes y vecinos se plegaron además a una campaña de firmas --ya juntaron diez mil-- que concluyó ayer con un abrazo simbólico a la esquina de Rivadavia y Medrano, en el que participaron unas 300 personas. Exigen la persistencia del sitio que ha dado identidad y nombre al barrio: llaman a esa zona de Almagro "Las Violetas" y quieren seguir llamándola así. Alguien deja dos medialunas sobre una mesa. "Son de ayer pero están imperdibles", recomienda Aldo, con veintitrés años de mozo en Las Violetas. Es que a pesar del cierre, las clásicas medialunas de la confitería perduran. "No usamos nada de la casa. Los vecinos nos traen harina, manteca y lo necesario para seguir fabricando", dice Ramón, cafetero con ocho meses de antigüedad. La ideóloga del ardid de resistencia es Roma, una vieja clienta. "El día después del cierre --cuenta la mujer-- traje a los muchachos algunas facturas." Pero no a todos agradó aquella iniciativa. "El colmo de los colmos --interrumpe Aldo--, en Las Violetas se comió facturas de afuera." Pero tras las medialunas, Roma se animó con harina y manteca. En el bar se reanudó el área de pastelería. Mozos y también cafeteros salieron a la calle y al verlos la gente por las propias continuó lo que Roma tenía ya por costumbre. Envuelta en una capa color tostado la mujer habla de sus 69 años de vida y más de cincuenta como clienta en Las Violetas. Entre los juegos tornasoles del vitreaux pasó su fiesta matrimonial, conoció amigos y celebró los conciertos de la Orquesta de Señoritas que desde el '20 animaban el salón principal desde un palco aéreo. Tiene su casa a tres cuadras de la ochava violeta. Cada tarde, hasta el 30 de junio, pasadas las cinco solía sentarse a la mesa junto al cristal de Medrano. Aldo, sin mediación de pedido, acercaba entonces un "té lavadito para Roma". Eso era de lunes a jueves. "Viernes, sábado y domingo pedía algunas masas --vuelve a detallar Roma--, para que se hagan seis pesos, ¿viste? al menos así se ganaban unos pesitos más." Una abuela se aprieta ahora contra el vidrio de entrada. Mientras empuja para entrar, una de las vendedoras atrincheradas en la confitería se le arrima. La mujer de pelo blanco apoya un paquete en las manos de Cristina, la encargada de venta de facturas. Es que la abuela Josefina dejó su casa, anduvo bastón en mano ocho cuadras y llegó a Las Violetas sólo a regalar una carterita verde a la mujer que a diario después de atenderla, salía y le paraba el taxi de vuelta a casa. En Las Violetas cerrada no hay sitio más que para empleados. Hace una semana unos 40 ex mozos, pasteleros, vendedores y cocineros mudaron su vida a la confitería. Improvisaron camas arrimando sillas en rincones que algunos patean desde hace más de cuarenta años. Como "Polaco". Pasó 43 Navidades en el sótano violeta, desde el tiempo en que los bollos se subían por escalera porque el montacargas estaba aún por inventarse. Entró como peón en el '52, exactamente el 1º de diciembre. En el sótano refregó latas, limpió máquinas y dejó de ser peón. "Fui ayudante, medio oficial y así hasta encargado", alcanza a decir sentado ahora entre mesas repetidamente vacías. Por Rivadavia pasa Ofelia, que habla de los romances de Las Violetas y una cita con algún eterno enamorado que ella no supo corresponder. "Un cacerolazo, pidamos un cacerolazo", exige otra mujer acoplada a los reclamos. Y Ofelia cierra: como maestra nunca fue a ninguna manifestación, pero ahora ni el frío le quita las ganas de quejarse contra el cierre de la esquina. Esa esquina por donde Josefina bajaba cada tarde del tranvía 30 de vuelta de su trabajo en el restaurante Martín Fierro, y don Pérez, antiguo dueño del bar, "me regalaba una bandeja de masitas --dice--, porque nunca se guardaba nada para el otro día". Como ahora.
Otra confitería tradicional en peligro de
cierre La existencia de otra tradicional confitería porteña está en riesgo. Hace seis meses la comuna metropolitana exigió a La Ideal el pago de impuestos atrasados y puesta al día de planos, solicitud que la gerencia asegura no podrá implementar en el corto plazo. Pidieron una prórroga y a principios de julio recibieron la denegación. Por este motivo estiman un fin cercano. Rubén Vieytes, uno de los cuatro gerentes de La Ideal aseguró a Página/12 que sólo los arreglos exigidos por la comuna requieren unos 25 mil dólares, dinero que la empresa no tiene. Algunos de los problemas de la paqueta confitería de Suipacha al 300 están originados por su historia de 86 años. "Cables de luz todavía de tela y al aire libre, dificultades de electromecánica, tableros aún con tapones sin llaves térmicas de luz y falta de planos son algunos de los inconvenientes", precisó Vieytes. Hace algunos años la confitería intentó poner al día parte del edificio, pero el presupuesto alcanzó sólo para un sector en el primer piso. Considerada por zonificación C-1, el área donde está comprendida La Ideal "sería apta para cualquier destino", indicó a este medio el legislador Raul Puy autor de uno de los proyectos de ley que busca la declaración del edificio como Area de Protección Histórica. "De este modo se impediría que el lugar se reconvierta y se obligaría a futuros propietarios a continuar con su tradición", aseguró Puy. Ese proyecto será tratado la primera semana de agosto en la Legislatura.
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