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Por Horacio Cecchi --¡Circule!, ¡circule! --ordenaba el agente, con su pechera naranja sobre el uniforme, agitando su brazo ininterrumpidamente durante las dos horas que duró la marcha de los taxistas. --¿Y cómo quiere que circule si por acá no puedo pasar? --le contestó el conductor del Orion azul, con el nudo de su corbata desarreglado y los brazos de la camisa arremangados. --Afirmativo --respondió el agente y siguió agitando el brazo. Desde el colectivo, los pasajeros se impacientaban porque la camioneta de fletes que estaba delante apenas había avanzado medio metro. Cientos, miles de taxistas --según los organizadores, "éramos 8 mil, fue la marcha más grande"--, habían tomado por asalto el microcentro para reclamarle al gobierno de la ciudad medidas de seguridad contra los robos y asesinatos que sufren a diario y, de paso, también reclamaban contra los remiseros truchos. De la Rúa no los recibió, pero el gobierno sacó una resolución habilitando a instalar dispositivos de seguridad en los autos, no obligatorios, siempre que no perjudicaran al pasajero. Descontentos, los taxistas prometieron otra marcha para la semana próxima. El día ya había empezado caótico: en la madrugada una molotov destrozó la vidriera de la Unión de Propietarios de Autotaxis, que se opone a instalar dispositivos. La columna de autos y colectivos, que venía por Perú y debía desembocar por Avenida de Mayo hacia el oeste, torcía su rumbo hacia el este. El agente de pechera naranja que agitaba el brazo cerraba el paso en Perú y obligaba al desvío por Hipólito Yrigoyen, hacia el este. La columna seguía junto a la Plaza de Mayo y se perdía entre miles de autos por Leandro Alem. Los taxistas, mayoritariamente peones, se habían concentrado para reclamarle a De la Rúa por su seguridad. Unos días antes, la muerte de un chofer en la avenida San Juan, asesinado de un balazo en pleno día, desató los ánimos de los taxistas, ya caldeados por un tema que se arrastra desde hace muchos años, con unas cuantas muertes en el camino. Hasta el momento, nadie le encontró una solución. Los secretarios de Gobierno y de Producción y Servicios, Enrique Mathov y Nicolás Gallo, firmaron ayer al mediodía una resolución habilitando a los propietarios de taxis a elegir un sistema de seguridad, "el que más crean conveniente, siguiendo las pautas para habilitarlo", que será absolutamente voluntario y que no deberá afectar la comodidad y la forma de pago del usuario (ver recuadro). "De todos modos --aseguró Mathov a Página/12--, ésta no es la solución, es sólo un paliativo, porque sólo da seguridad al auto. Los choferes y los pasajeros siguen corriendo el mismo peligro que antes. Para mejorar la seguridad hay que contar con la Policía Federal, que está en manos del Gobierno Nacional". A comienzos de semana, el secretario de Seguridad de la Nación, Miguel Angel Toma, le había pasado la pelota a Fernando de la Rúa. "La actividad de los taxistas está regulada por el gobierno porteño", dijo. Omar Viviani, representante del Sindicato de Peones de Taxis, afirmó que "no importa cuál sea la mejora, cualquiera es buena porque ahora no tenemos ninguna seguridad". Por su lado, Agustín Magrath, titular de la Unión de Propietarios de Autotaxis, se mostró en desacuerdo con incorporar dispositivos de seguridad. La cámara empresaria no participó de la medida. "La seguridad la vamos a tener cuando la policía salga a la calle con más autos", sostuvo. A las 5 de la madrugada una molotov destrozó los vidrios del frente de la UPAt (ver recuadro). Los peones comenzaron a concentrarse a las 14, en Moreno y 9 de Julio. Media hora después, la avenida más ancha del mundo era negra y amarilla. La columna avanzó hasta el Obelisco, dobló por Diagonal Norte y se dirigió hacia la Plaza de Mayo. Todas las calles que cruzaban el recorrido estaban cortadas. Las calzadas del microcentro eran un caos, y el subte era un alivio. A las 15, los dirigentes de la marcha pidieron entrevistarse con De la Rúa. Fue imposible, pero Mathov se ofreció a recibirlos. Después de algunas dilaciones, rechazaron la oferta. A las 16, después de sonar bombos y la marcha peronista, el centro volvió a la normalidad.
Historias de asaltos y mucho miedo --Vamos al centro. Agarrá Belgrano, Nueve de Julio hasta Corrientes. Estoy buscando un cine, o a lo mejor el bingo. Eran las 2 de la mañana de un sábado en Avenida La Plata y Alberdi. Dante Filomarino, con 21 años al volante, escuchó al pasajero --"un muchacho, de saco y corbata, rapadito"--, presionó el botón del reloj y siguió el camino indicado. "Ibamos bien, hasta que en Belgrano y Maza nos paró el semáforo -- recuerda Filomarino--. En la calle no había nadie. De repente, el tipo me pasó el brazo alrededor del cuello con mucha fuerza. Parecía que quería asfixiarme. En la mano tenía un cuchillo enorme, como el de un carnicero, y me pasaba el filo por el cuello. Me cortó apenas. Yo lo veía por el espejito y la cara de loco que tenía me aterrorizaba. Me sacó la plata, un relojito que me regaló mi viejo, me hizo pasar al costado y se subió del lado del conductor. Con una mano manejaba y con la otra me tenía apoyado el cuchillo. Como yo trabajo en una empresa de radiotaxis, se escuchaba la voz de la operadora. El tipo creyó que yo era un botón. Para mí que recién había salido de la cárcel, por la bronca que tenía. 'A ustedes los odio, los voy a matar a todos, ahora vamos a Pompeya y vas a ver lo que te pasa por botón', me decía. En Loria quiso doblar pero se le cruzó una camioneta y tuvo que pegar un volantazo. Instintivamente agarró el volante con las dos manos. Ni lo pensé. Levanté el seguro de la puerta con el codo y me tiré del auto. Apenitas pude zafar". No fue la única vez que Filomarino vivió un trance semejante. Van siete veces que lo asaltan. La última, el sábado 11 de julio, a las 15. En Pueyrredón y Rivadavia levantó a un joven. "'Vamos a Lugano por la autopista', me dijo. En el viaje estuvimos charlando muy amigablemente. Hasta paró a comprar cigarrillos y me trajo una gaseosa. Después de pasar el peaje me ofreció un faso. Me di vuelta y vi que tenía un pistolón. 'Bajá acá', me dijo, a la altura de Escalada y Ricchieri. 'Dame todo, y quedáte tranquilo que esto lo hago todos los días'." Entre los choferes de taxi, hablar de un asalto es algo cotidiano. "Donde yo trabajo somos una tropa de sesenta --dice Héctor, de 46 años y peón desde hace seis años--. A todos nos asaltaron por lo menos una vez. A mí, cuando vinieron los Stones. Dos pibes bien vestidos se subieron cerca de la cancha, me dijeron que tomara General Paz y ahí me amenazaron con una pistola. Me llevaron a Guernica y me hicieron bajar en un bosque. Me resbalé. Creyeron que me quería escapar y me tiraron dos veces. Después se escaparon. A uno de mis compañeros lo tajearon en la espalda, a las tres de la tarde a cinco cuadras de Cabildo. Nunca más quiso trabajar con un taxi. A otro, como tenía 15 pesos, lo molieron a palos. Yo ya no trabajo más de noche y elijo los pasajeros. Los que me parecen sospechosos no los levanto. Así estamos. Perdemos por la competencia de los remiseros truchos y porque descartamos pasajeros. Para colmo, la policía lo único que hace es pararnos cuando estamos solos, pero cuando tenemos pasajeros nunca, ni siquiera si le venimos haciendo señales con las luces."
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