Nos hemos acostumbrado a decir que --contrariamente a lo que decía Sarmiento-- las ideas sí se matan. Se matan y mueren. No sólo mueren las ideas sino quienes las tienen. En este país, desde ciertas esencias tan inverificables como el ser nacional o el estilo de vida, se han matado tantas ideas que pareciera se ha incurrido alevosamente en el miedo a pensar. Entre los círculos intelectuales se postula que ya no hay polémicas. Desde los círculos del espectáculo se dice que la gente no quiere cosas difíciles sino entretenidas, pasatistas, livianas. Se ha delineado, incluso, a un personaje como Doña Rosa que representaría el paradigma del espectador argentino: una señora que ama lo simple, que no quiere esforzarse, que quiere siempre entretenerse, ganar premios y --aunque no los gane-- jugar. Cuando los productores de Cuestiones con Ernesto "Che" Guevara me dijeron que todos los jueves habría una función con debate no me sentí excesivamente motivado. Digamos, más exactamente, al contrario: será, pensé, un fracaso. En verdad, ya antes había pensado que la pieza habría de ser un fracaso, que la gente no se iría hasta el teatro Xirgu (teatro al que hay que ir, ya que uno no se da de narices con él en la calle Corrientes, sino que tiene que salir del centro y buscarlo), que la gente seguiría eligiendo a, pongamos, Nito Artaza o algún producto con el hálito de grandeza irresistible que lo importado tiene para nuestro público. Bien, no. Cuando los jueves concluye Cuestiones..., cuando Manuel Callau y Arturo Bonín dicen sus últimos parlamentos y dejan abiertos muchos interrogantes destinados a inquietar a los espectadores, los espectadores se quedan en la sala. No se va ni uno. Esperan el debate. Nos sentamos en el borde del escenario y --como no tenemos moderador-- nuestro moderador es Callau, quien luego de haber estado metido en la piel de Guevara durante una hora y media aún conserva alma de jefe. Al menos para conducir el debate. El público --ante todo-- entiende que la obra no es una confrontación entre lo que pensaba el Che en los sesenta y lo que piensa Andrés Navarro --el profesor de historia que lo cuestiona-- en los noventa. Entiende, el público, que la obra habla de hoy. Que intenta plantear una cuestión que nos angustia a todos: ante un mundo crecientemente injusto, ante un sistema como el de libremercado que se presenta agresivo y victorioso y conduce a la exclusión y la marginalidad por medio de gobiernos corruptos aliados a mafias letales, ¿qué hacer? Navarro dice: "Muchas cosas, pero no matar". Guevara dice: "Ustedes, los cautelosos progresistas, tienen miedo. Mientras se porten bien, habrá bastonazos y balas de goma. Pero, si realmente quieren cambiar algo, van a tener que mostrar los dientes y allí, ellos, los de siempre, van a volver a hacer lo que mejor saben: apretar el gatillo". El público adopta distintas actitudes. Están quienes defienden al Che y dicen, con Marx, que la violencia es la partera de la historia. Están los que sienten que el camino de la violencia ya se ha transitado en nuestro país y volver a él sería trágico. Están los que quieren lucir sus conocimientos y hasta los que dicen haber luchado junto al Che. Están los que nos acusan de postular la teoría de los dos demonios. Están los cubanos --a quienes privilegiamos-- que discuten acerca de si esta obra se podría o no dar en Cuba. Y están los que quieren una respuesta urgente, ya. Los que no quieren irse sin que nosotros, ahora, desde el escenario, les entreguemos eso que la obra deliberadamente evita: una receta para la acción. Ocurre, sin embargo, que la "receta" se va elaborando a lo largo del debate. La "receta" está en el abanico problemático que la obra genera. Está en advertir que la cuestión es tan compleja que --antes-- debemos explicitar, tornar transparentes todas sus aristas. Así, en esta búsqueda, están los que preguntan qué diferencia a Guevara del subcomandante Marcos. Los que hablan de la carpa docente. De Cutral-Có. De Catamarca. Del encarcelamiento de Videla. De la lucha no violenta de las Madres y las Abuelas por la Justicia. Y están los jóvenes. Muchos de ellos traídos por sus viejos, que quieren que se asomen a polémicas silenciadas, ausentes de los grandes medios masivos. Y los jóvenes --muchos con la remera del Che-- hacen preguntas de difícil respuesta. Y ahora no somos nosotros quienes respondemos desde el escenario, sino que son los espectadores los que se responden entre ellos. Tal vez --y esto es más que una conjetura-- ahora el veterano que llevó a su pibe encuentra el modo de decirle algo, aunque sea algo, de lo mucho que le quiere decir y recién ahora empieza a encontrar la punta. A través de un espectáculo. De una obra de teatro. En todos los debates, Bonín y Callau dicen algo que me conmueve: que reencontraron el rol social del actor. Creo que sería un falso si no confesara --con pudor, con temor, sabiendo que más de uno sonreirá de costado, irónico y hasta desdeñoso-- que ahí, los jueves a la noche, en esos debates, acaricio una vez más la vieja, devaluada, olvidada y noble concepción del rol social del escritor. |