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Duhalde a marzo
Por Miguel Bonasso

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t.gif (862 bytes) El domingo, en el programa "Bajo palabra", que conduce Joaquín Morales Solá, Eduardo Duhalde se definió como "un estudioso de la historia", pero enseguida él mismo se encargó de desmentirlo con una explicación de la decadencia argentina tan sesgada y peregrina que merece un aplazo.

El gobernador dijo textualmente: "Quiero advertir cuál es el centro de la decadencia argentina, ¿sabe cuál es?: los pésimos presidentes que hemos tenido. No se trata de si fueron gente inteligente o no. Si fueron buenos políticos como Alfonsín. Si fueron intelectuales brillantes como lo fue Frondizi. Hombres buenos y realmente trabajadores, admirables en muchos aspectos como Illia. Otros más ignotos, que estuvieron de casualidad en la función como fue Isabel, como fue Cámpora o como fue Guido. Pero en realidad personas que supieran gobernar no hubo en este país. Quizá les podamos echar la culpa, como en tantas otras cosas, a los militares, ¿no? La interrupción permanente del orden constitucional impidió que se fueran generando y haciendo prácticos en la democracia. Pero lo cierto es que hemos tenido malísimos presidentes".

En primer lugar, en la enumeración del precandidato justicialista no figuraron los generales Eduardo Lonardi, Pedro Eugenio Aramburu, Juan Carlos Onganía, Roberto Marcelo Levinsgton, Alejandro Agustín Lanusse, Jorge Rafael Videla, Roberto Viola, Leopoldo Fortunato Galtieri o Reynaldo Bignone. A los que sin duda y no "quizá" podemos atribuirles una cuota mucho más grande de responsabilidad en la evidente decadencia argentina. Ellos hostigaron a los presidentes que descalifica Duhalde y les redujeron drásticamente los mandatos, empeorando --en todos los casos-- los males que presuntamente venían a corregir. Se puede discrepar con Arturo Frondizi y con el desarrollismo, se pueden criticar sus cambios oportunistas y sus concesiones al ánimo represivo de los militares, pero no se puede desconocer que --con las trabas y desviaciones del esquema de sustitución de importaciones-- dio un impulso significativo a la industrialización del país. Tampoco es posible olvidar que lo volvieron loco con los famosos "planteos" castrenses y que le acortaron el mandato en más de dos años. Arturo Illia, al que se le concede generalmente que era bueno, como una manera cortés de presentarlo como un inútil, podía jactarse de conducir un país en crecimiento cuando fue derribado por el proyecto falangista de los militares a menos de tres años de haber asumido. En todo caso algo es cierto y podrán corroborarlo los que tengan edad para ello: en sus mandatos --tan opuestos-- nunca se conoció el nivel de desocupación, hambre y marginalidad que existe en la Argentina del "avezado político" Menem, a quien el gobernador sí considera digno de pasar a la historia por sus "logros" y "transformaciones".

Pero lo verdaderamente inadmisible es que Duhalde mande a la papelera a uno de los hombres más dignos de su partido, Héctor José Cámpora, poniéndolo en el cesto de "los más ignotos", "que estuvieron de casualidad en la función", junto con José María Guido y María Estela Martínez de Perón (Isabel). Guido fue un presidente civil títere, puesto por un sector de los militares que derribaron a Frondizi, el jefe de su propio partido. Isabel no llegó a la función "de casualidad" sino por un error estratégico de su marido Juan Perón y no fue para nada "ignota", sino conocidamente estólida y perversa. Lo suficiente como para facilitar el golpe de Estado más cruel de la historia argentina contemporánea. Héctor Cámpora, por su parte, tampoco llegó a la presidencia por casualidad, sino por decisión de Perón, que estaba proscripto por los militares. Sólo que a diferencia de Isabel, Cámpora había conducido el justicialismo en el país con firmeza y dignidad, obligando a la dictadura militar de Lanusse a renunciar a su utopía reaccionaria del Gran Acuerdo Nacional (GAN), para permitir la concurrencia a elecciones del PJ. Su presidencia fue vicaria, no cabe duda (y tan efímera que no permite hablar de transformaciones) pero la honró --como dijo Perón-- con un gesto único en nuestra historia: renunciando para que la gente pudiera votar al candidato que realmente quería votar.


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