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PANORAMA POLITICO
Arráncame la vida
Por J. M. Pasquini Durán

t.gif (862 bytes) Los policías Jacob Chesnut, de 58 años, y John Gibson, de 24, murieron en el tiroteo con Russel Eugene Weston, de 41, un desequilibrado que trató de ingresar al Capitolio, sede legislativa de los Estados Unidos, portando una pistola calibre 38, con la que disparó a mansalva. Chesnut y Gibson fueron velados en el Congreso y recibieron las honras fúnebres reservadas a los presidentes que mueren en ejercicio. Una de las viudas declaró: "Me parece increíble que un hombre sencillo reciba estos homenajes, sólo porque trató de cumplir hasta el final con su trabajo". El presidente de la Cámara de Representantes, Newt Gingrich, recalcitrante conservador entre los republicanos, puntualizó: "El Capitolio debe seguir siendo la casa del pueblo".

En la Argentina, con treinta mil desaparecidos y millones de hambrientos, la vida de muchos ya no tiene precio ni honra. No es la única diferencia: aquí el pueblo tampoco siente que las sedes institucionales sean su casa. El presidente Carlos Menem jamás recibió a los familiares de las víctimas de la AMIA. Desde hace meses el obispo Rafael Rey, máxima autoridad de Cáritas, venía solicitándole en vano una audiencia para tratar el problema de la pobreza. En lugar de ese encuentro, primero lo llamó el embajador ante el Vaticano, Esteban Caselli, para pedirle que modere las críticas al Gobierno y le arregló una cita con el ministro Carlos Corach, que le ofreció un subsidio mensual de trescientos mil pesos. No hace falta mucha imaginación para descifrar el sentido de esos gestos.

Trescientos mil pesos equivalen al salario que recibiría un obrero de la construcción en la capital, que cobra un peso con veinticinco centavos la hora, durante 30 mil jornadas (alrededor de cien años) de ocho horas diarias. Un peso con veinticinco centavos por hora de trabajo es una cifra que estremece. Por ese jornal (diez pesos por ocho horas) trabajaba el albañil Armando Flores, que murió estrellado contra el piso, al pie de una de las cien torres que se construyen en esta capital. Esta misma semana murieron otros dos operarios en obras porteñas. En los últimos cinco meses en el país perdieron la vida 460 trabajadores -–tres por día-- en accidentes de trabajo y, a ese ritmo, en un año se habrán enlutado mil cien hogares. No hay noticias acerca de alguno de ellos que haya sido velado en una sede sindical o en una "casa del pueblo", aunque sea en sede municipal.

En el país hay nueve millones de personas que malviven por debajo de los niveles de pobreza, o sea en la indigencia. En Salta, la provincia donde los pobres tienen los más bajos ingresos del país, el 15 por ciento de la población se queda con el 45 por ciento de la riqueza, mientras que el 30 por ciento de la base social apenas recibe el ocho por ciento de lo que produce. Esa distribución, según los estudios realizados por los Equipos de Investigación Social ("Equis") que dirige Artemio López, es la misma que en Nepal, uno de los países con mayor pobreza en el mundo. En Buenos Aires, que figura entre las diez ciudades más caras del mundo en el ranking de la revista Forbes de Estados Unidos, la fuerza de trabajo vale tan poco como en los confines de la civilización contemporánea. En la Argentina de hoy, el sector del trabajo recibe el 17 por ciento de la riqueza nacional, contra el 40 por ciento que le tocaba hace 20 años.

Con un peso veinticinco por hora, el albañil López estaba mejor que un desempleado, porque en el modelo económico del neoliberalismo peor que ser explotado es no ser explotado. Tampoco vaya a pensarse que es cosa de albañiles, y si no que lo digan los trabajadores del diario Perfil, que ayer amanecieron desempleados sin aviso previo. En el Gran Buenos Aires, un millón y medio de "nuevos pobres" se cayeron de la parte baja de las clases medias. Cuando la mejor opción para el más débil es dejarse explotar sin compasión, no se puede atribuir la falla a otra cosa que al "modelo" mismo, no sólo al gobierno menemista que lo aplica sin remordimientos.

En Perú, con Alberto Fujimori, el otro presidente que quiere violar la ley a cambio de un tercer mandato, los resultados del capitalismo salvaje son idénticos. Así lo dice el editorial de uno de sus principales diarios, La República, en la edición del miércoles pasado: "Los diversos reclamos de un pueblo que pasa hambre, carece de empleo y cuyos hogares en un 54% no alcanzan a cubrir la canasta familiar 'no serán resueltos en el corto plazo' según el Presidente y todo dependerá del siempre postergado 'chorreo' [aquí se llama "profundizar el modelo" o "desborde de la copa"]. Por fin, luego de años de matraqueo publicitario, se admitió de modo oficial lo que ya todo el mundo sabía: que las sonrientes cifras macroeconómicas no revierten la pobreza". Ni en Perú, ni en Argentina ni en ninguna parte del mundo.

Los defensores a ultranza del "modelo" quieren asustar a los descontentos augurando penalidades terribles si hay cambio de rumbo, pero ninguno de ellos tiene plazos o propuestas para acabar con estas situaciones de indignidad. Al contrario, el "piloto automático" en la economía muestra a un gobierno sin propuestas, bajo constantes amenazas de crisis políticas y económicas que arroja hacia adelante. El discurso oficial se reduce a subrayar los aspectos positivos, pasar por alto los negativos e ignorar con indiferencia práctica los déficits abrumadores de su gestión. El fundamentalismo neoliberal pretende imponer la obligación de "ser positivo" y transforma a gobernadores y congresistas del oficialismo en barra brava que aplaude todo. Menem y Duhalde ni siquiera pueden resolver sus diferencias de una buena vez, porque corren el riesgo, en caso de fractura, de una implosión peronista de resultados imprevisibles a causa del descontento popular que les sigue las pisadas.

No es fatal que todo esto suceda ni hace falta trastrocar al mundo para ponerle remedio. El administrador del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), James Speth, durante la presentación del último Informe sobre Desarrollo Humano, afirmó que la pobreza extrema en el planeta podría eliminarse en el tiempo de una generación empleando sólo el uno por ciento de los ingresos mundiales. En Argentina bastaría distribuir mejor la riqueza, ni siquiera en términos de justicia sino de proporción equitativa, para acabar con estos escándalos, los mayores y los más verdaderos de cuantos se denuncian cada día. Teniendo los medios, sostuvo Speth del PNUD, es "un imperativo práctico y moral que debe ejecutarse sin más dilaciones". Así es: La ética y los valores morales en la democracia no se cumplen aunque desalojen a los corruptos, mientras los poderes republicanos toleren esa pobreza deshumanizada.

"Existen personas que, sin creer en un Dios personal, llegan a dar la vida para no abdicar de sus convicciones morales. Pero no consigo comprender qué tipo de justificación última dan a su proceder", escribió el cardenal Carlo Maria Martini, de Milán, una de las voces más altas de la Iglesia Católica, en un intercambio epistolar con Umberto Eco (textos reunidos en libro bajo el título ¿En qué creen los que no creen?).

"Me parece evidente que para una persona que no haya tenido jamás la experiencia de la trascendencia, o la haya perdido, lo único que puede dar sentido a su propia vida y a su propia muerte, lo único que puede consolarla, es el amor hacia los demás, el intento de garantizar a cualquier otro semejante una vida vivible", respondió el interpelado.

Valores morales, ética, humanidad: ¿sólo palabras de filósofos y cardenales? ¿Por qué el obispo Rey, con las necesidades de recursos que hay en Cáritas y en el país de los pobres, rechazó la oferta económica de Corach? No puede deducirse que es una actitud institucional, ya que la Iglesia Católica recibe diez millones de dólares anuales del Estado, y en las relaciones de este gobierno con algunos obispos "el dinero no ha faltado", incluso "por debajo de la mesa" (Criterio, 14/05/98). Aparte de la ética individual del presidente de Cáritas, su rechazo emerge con seguridad de ese compromiso de amor con los demás. Y "los demás", la mayoría del pueblo, están hartos de trapisondas y limosnas. Quieren vivir con dignidad y llevar el pan a su mesa con el fruto del propio trabajo.

Eduardo Duhalde lo sabe porque se empacha a diario con encuestas de todo tipo y porque tuvo que mirar con más atención para entender los motivos de su fracaso electoral en octubre último. Por eso habla ahora de un "modelo agotado" y de "redistribuir la riqueza" y promete "el modelo del cambio". ¿Demagogia, paternalismo clientelar, pura retórica? Cada uno puede entenderlo como quiera, a favor o en contra de sus aspiraciones a la presidencia, pero es innegable que esas definiciones expresan sentimientos generalizados en la población. Muy pocos quieren regresar al pasado, empresa imposible por otra parte, pero ha sido el modelo mismo que colocó el futuro en el pasado, desde el momento en que los padres no pueden imaginar para sus hijos un porvenir mejor que este presente. Está quebrado el sentido del progreso.

El rotundo rechazo a la tercera postulación de Menem fue tan categórico y cargado de sentido económico-social como su reelección en 1995, pero en sentido inverso. Pocos quieren que los servicios públicos vuelvan a manos de la burocracia estatal, pero muchos rechazan los abusos monopólicos. Muchos aceptan la globalidad económica mundial, pero no comprenden por qué aquí los campesinos no reciben la misma protección que los agricultores en Estados Unidos y la Unión Europea. Pocos, y no entre los pobres, quieren devaluar la moneda, pero su estabilidad no vale nada para los que no pueden pagarse la comida de esta noche.

¿La cara de Argentina sólo es de pobreza y marginalidad? Por supuesto que no y la prédica oficial impide olvidar que hay índices exitosos en rubros macroeconómicos y la nueva prosperidad de una minoría aparece a diario en las noticias. Las tasas de aumento de productividad demuestran que el país tiene un vasto potencial para generar riquezas. La cuestión central es cómo se distribuyen esos resultados. Y hay una mayoría popular, compacta y sostenida, que está dispuesta a rechazar toda manifestación de impunidad, allí donde se manifieste. Es una considerable porción transversal de la sociedad, sin gallardetes partidarios, que está harta de la prepotencia de los más fuertes, se llamen Videla, Yabrán o "el modelo".

La Alianza emergió de esa voluntad popular como un instrumento válido contra los impunes de todo tipo y Graciela Fernández Meijide pudo derrotar en las urnas al millonario aparato de Duhalde por el mismo motivo, en una empresa que era "imposible" cuando fue anunciada. Si el Frepaso se hubiera detenido ante lo que parecía posible, nunca debió intentarlo. Ganó: toda una lección para los "posibilistas" de hoy en día que se preguntan si se puede vencer contra enemigos más fuertes.

Ha pasado un año desde que se formó la coalición opositora y, a simple vista, hoy pareciera que sus dirigentes no han logrado salir del punto inicial, el antimenemismo, cuando la mayoría popular, al repudiar el tercer mandato, avanzó al postmenemismo. Ni siquiera han logrado redactar la versión final de la mentada "Carta a los argentinos", que se posterga de una semana para la otra, como si contuviera la nueva versión de los diez mandamientos. Han acumulado tanta expectativa que, lo más probable, es que desencanten a los que esperan su aparición.

En realidad, pareciera que aquella voluntad popular que parió a la Alianza inmovilizó a sus miembros en una trampa de convivencia forzada y ficticia, en lugar de darles un impulso y una dirección. ¿Quiénes son los enemigos del pueblo? Con ellos deberían confrontar, en lugar de pelearse interminablemente por espacios de poder que no sirven para nada si no le hacen a los demás la vida más vivible. ¿Cuáles son las prioridades populares? Ahí está su programa de gobierno. ¿Quién garantizará su gobernabilidad? Una mayoría rotunda, esperanzada y satisfecha. ¿Son sólo palabras? Pues, entonces, aclaren cuanto antes: ¿En qué pueden creer los que no creen?

 

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