MODIGLIANI
Por Antonio Dal Masetto |
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Cada vez que, con la persona que suele
acompañarme, damos una vuelta por el Museo de Bellas Artes, nos detenemos frente a los
tres retratos femeninos de Amedeo Modigliani y ahí nos quedamos observándolos. Pero la
atención en realidad está puesta en el del medio, el alargado busto de mujer, frágil,
distante, siempre inabarcable. Imposible dejar de mirarla y tratar de penetrar en sus ojos
de humo. Y es así que la persona que va conmigo termina preguntándome qué veo en esos
ojos, detrás, dentro de los ojos nublados de la mujer de Modigliani. No le contesto
porque no sé qué decir y después él empieza a hablar. Yo veo vértigo, dice, veo un
abismo horizontal, veo velocidad, veo un tipo en una ruta que no termina nunca,
kilómetros y kilómetros de camino, y pasan carteles y carteles que siempre anuncian lo
mismo: nunca nunca nunca habrá paz para el charlatán errante. ¿Y el tipo qué hace?,
pregunto. El tipo los mira pasar, los lee a todos, y de tanto en tanto piensa: caramba,
caramba; y también suele murmurar en el viejo estilo de los corsarios: rayos y centellas.
¿Qué más ves?, pregunto. Veo lluvias y lluvias, tal vez verano, tal vez invierno, pasan
ríos desbordados, desentierran raíces, derriban árboles, llevan animales ahogados, el
tipo anda por esos aguaceros y siente que la furia del agua arrastra rencores y esperanzas
y vuelve a enfrentarlo con cada una de sus contradicciones y también con su
desesperación de vivir. ¿Y qué más? Lo veo con la frente en una mano, pensando. ¿En
qué piensa? Piensa: tu carne y tu sangre no valen más de lo que es capaz de albergar tu
puño cerrado, así te midieron, así te están midiendo, así la medida del amor, así la
medida de la vida, aquella cuya palabra te serviría de alimento lleva grabada en la
frente la balanza que establece preciso e inexorable tu peso en oro barato. ¿Qué más?
Lo veo en una noche de ciudad, serena, plagada de muerte, su asilo son la vela encendida,
vino, tabaco y la música que es una flecha que le cruza la garganta, la habitación
cerrada tiene el tamaño del mundo y las horas que lo separan del día le aseguran quietud
y delirio, la certeza de que nadie podrá quitarle ese momento, de que eso está más
allá del ayer y del mañana. ¿Qué otra cosa? Lo veo andar por calles donde gira un
viento absurdo, entre horrores, imágenes de su tiempo, donde nadie se levanta para lanzar
su palabra contra la ciudad culpable, agazapado como una fiera cuya única recompensa es
un sueño de violencia, pero con voluntad de seguir pese a todo, con fuerza pese a todo,
deseo de felicidad pese a todo, respeto por ese cuerpo suyo receptáculo de toda usura y
todo abuso, respeto por esos huesos y esa sangre, orgullo por la porción de espacio que
le ha tocado ocupar, por el aire que está enviciando y enriqueciendo, mientras siente por
una vez que su nombre está inscripto en una roca y nadie podrá borrarlo, ni el crimen
ajeno ni el propio. ¿Y qué más? Fuego, nubes de recuerdos que lo acosan como avispas,
nombres que son manifestaciones de vidas dignamente gastadas, mujeres, hijos, muchas
cosas, y la hoja en blanco que fue su refugio y su sudario, la hoja en blanco que no
ahorró ningún escollo, un balbuceo que no reportó más que agotamiento y un sueño
tranquilo de tanto en tanto. ¿Qué otra cosa?, sigo preguntando. Y así es cada vez que
nos damos una vuelta por ahí. Cualquiera puede ir y detenerse frente a la pintura de
Modigliani y mirar y ver: Museo Nacional de Bellas Artes, planta baja, entrando a la
derecha.
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