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![]() El problema no es que haya ricos y pobres en la Argentina --los hay en todas partes, incluyendo a Corea del Norte y Cuba--, es que a pesar de que el país cuente con un ingreso per cápita de "clase media", una proporción llamativa y al parecer creciente de la población está hundida en la indigencia: en términos económicos, es superflua, y si desapareciera mañana los preocupados por el producto bruto no advertirían su ausencia. Es así hasta en la Capital Federal, ciudad que, de independizarse, figuraría en las tablas estadísticas al lado de Singapur y Hong Kong, entre los "países" más opulentos de la Tierra. Lo que distingue la Argentina --mejor dicho, América latina-- de Europa occidental no es el "modelo" vigente sino la extrema desigualdad, lo cual hace suponer que las causas de la "hiperexclusión" que denunciaba Duhalde tienen menos que ver con las teorías económicas en boga que con las particularidades de la cultura social y política de la región. Aquí, los dirigentes, trátese de conservadores confesos o de presuntos progresistas, siempre han preferido aprovechar los problemas de la mayoría a hacer un esfuerzo genuino por atenuarlos de forma permanente, impersonal y políticamente neutra. Son facilistas vocacionales. La llegada de la dupla Menem-Cavallo, cuando el viejo "modelo" profería sus
últimos estertores, no hizo mella en esta tradición. Antes bien, brindó a aquellos
"dirigentes" que toman "política" e "interna" por
sinónimos y que dan por descontado que la lucha contra la pobreza debería empezar en
casa, un pretexto excelente para dedicarse por completo a sus propios asuntos. Para estos
personajes, el "modelo" ha sido un regalo de los dioses: algunos lo ensalzan y
otros lo denigran, pero todos concuerdan en que sería suicida desagradar al
"mercado", de suerte que no tendría sentido enfurecer a los acomodados
obligándolos a asumir, a través del Estado, sus responsabilidades hacia sus semejantes. |