Mirábamos La princesa encantada. Un rey había esperado muchos años tener un hijo, hasta que, ya viejo --o por lo menos canoso, que en los cuentos equivale a ser muy viejo-- tuvo una hija, a la que le puso por nombre Odette. En un reino vecino una condesa criaba a su hijo Derek, y al asistir a la fiesta de bautismo de Odette, al viejo rey y a la condesa se les ocurrió que la beba y el príncipe aún niño podrían formar en el futuro una hermosa pareja. Odette y Derek pasaron todos los veranos de su infancia juntos, crecieron y un día se enamoraron. Pero en la corte había un brujo que quería casarse con Odette para heredar el reino. La secuestró y la convirtió en un cisne. Sólo casándose con él se rompería el hechizo. Fue entonces que María, que tiene 6 años, me dijo: --¿Sabés lo que no me gusta de las historias? --No. --Que siempre, siempre tiene que haber un malo. Me quedé pensando. Era cierto: siempre, siempre había un malo. Necesariamente había un malo para que en la historia pudiera haber un héroe. --Lo que pasa... --empecé, tratando de no enredarme, como casi siempre, en mi esfuerzo por traducir el castellano al castellano, que es lo que hacemos habitualmente cuando hablamos con los niños-- es que hay malos para que se note mejor que los buenos son buenos. --¿Qué tiene que ver? Un bueno es bueno y listo --observó ella, que es experta en tenderme trampas. --Pero el que hace que el bueno sea un héroe es el malo. El bueno se vuelve héroe cuando vence al malo. --¿Y por qué tiene que haber héroes? ¿No puede haber solamente buenos? Mi hija generalmente me gana por cansancio. Pregunta y pregunta hasta que la lógica de mis argumentos cae por sí misma, como un helado al sol. --Vos no te preocupes. Los malos siempre pierden. --No me importa quién gane. Mejor me duermo --dijo, y se durmió. Me quedé pensado en lo que reclamaba: historias sin malos, sin amenaza, sin esa tensión de rigor que hace que la armonía del principio de cualquier historia se perciba provisoria, ilusoria, desechable. A los 6 años y después de haber escuchado mil veces cuentos clásicos, de haber visto películas de Disney y una gama amplia de obras de teatro infantil, María y todos sus amigos conocen el código y saben cuándo un amor para siempre será obstruido por un hechizo, cuándo una escena feliz será interrumpida por una desgracia, cuándo sobre un pasaje bucólico en el que retozan familias de animalitos simpáticos caerá una peste --¿una empresa forestal, un cataclismo, una venganza familiar?-- y los cachorros serán separados de sus padres o madres y comenzarán un lento padecer que durará toda la película, que sólo hacia el final recompondrá las piezas y pondrá las cosas en su sitio: los malos al rincón de los vencidos y los buenos al trono de los héroes. Esa categoría, la de los héroes y las heroínas, es lo que sostuvo y justificó la tensión de muchas generaciones de niños, que se bancaron las brujas espantosas y los malvados horripilantes sólo porque sabían que el mal sería derrotado. En un tiempo más horizontal, más necesitado de equilibrio y más intoxicado por una sensación generalizada de inseguridad --no hay malos sólo en los cuentos: los hay también, y de sobra, en los noticieros, donde mafiosos, represores, violadores y corruptos interpretan a brujas y brujos con o sin espejito--, puede que los niños estén experimentando menos sed de heroísmo y más hambre de calma. Que ya no se presten tan mansamente a la identificación con los héroes, esos seres de cuya felicidad se participa tan poco (las historias transcurren durante su sufrimiento y terminan en una única escena feliz), y que demanden otro tipo de cuentos, que es como decir otro tipo de descripción del mundo. ¿Para qué los héroes, no basta con los buenos? ¿Y qué es un bueno? Alguien bienintencionado, amable, alegre, compasivo, generoso. A lo mejor es eso, nada más y nada menos que eso, lo que los chicos reclaman hoy. Ni dragones ni medusas para comerse al héroe. Ni héroes. Con buena gente dicen que les alcanza. |