EL SIGLO DEL
DEMONIO
Por José Pablo Feinmann |
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El siglo que termina pareciera terminar sin
respuestas. O, tal vez, las respuestas que ofrece son las de la desesperanza: las
revoluciones fracasaron, los movimientos que surgieron para luchar por la libertad de los
hombres llevaron a nuevas opresiones. Las ideas se encuentran bajo sospecha, ya que se
transformaron en concepciones intolerantes que condujeron a la radical negación de la
existencia de alguna posible verdad en el diferente. El vitalismo y el voluntarismo se
transformaron en gestos irracionales. El vitalismo exasperó los valores de la fuerza por
sobre los de la razón. El voluntarismo exasperó la posibilidad de triunfar sobre los
escollos objetivos de la historia y entregó a muchos a un sacrificio extremo que fue, tal
vez, una forma estridente del suicidio. Por otra parte, sobre todas estas ruinas se erige
la más ineficaz de las sociedades, quizá la más irracional de todas cuantas se
expresaron a lo largo de este siglo. Una sociedad que --como mecanismo sustancial de sí
misma-- genera exclusión, marginalidad, pobreza extrema, hambre, desesperación y
violencia. Sin embargo, es la que ha triunfado. De aquí la desesperanza: ¿qué
descarnada reflexión sobre la condición humana reclama este fin de siglo? ¿Qué pueden
los hombres pensar de sí mismos cuando --hoy, en 1998-- se detienen, miran hacia atrás y
contemplan el paisaje que han dejado? En un film discutible, sin duda excesivo y, por
momentos, espléndido, Satanás se enfrenta a un abogado en un altísimo edificio de la
también excesiva y espléndida ciudad de New York y --con fragorosa soberbia-- le espeta:
"¡Nadie puede negar que el siglo XX es enteramente mío!". Se lo dice Al Pacino
a Keanu Reeves en El abogado del diablo. ¿Quién se atreve a discutirle a Satanás su
perentoria afirmación? Se podría argumentar: no, las cosas no son tan simples, el siglo
XX es del Diablo pero también es de Dios. Se podría decir --como suele decirse--: el
siglo XX es de los hombres, ya que Dios y el Diablo habitan y pugnan en su corazón. De
aquí que junto a los más grandes horrores suela manifestarse lo sublime. Pero no: este
esquema interpretativo --caro a las filosofías de la tragedia-- se ha recluido en las
estetizaciones pos-románticas del pensamiento y ni siquiera nuestra necesidad imperiosa
de explicaciones logra recuperarlo. Es muy fácil decir que el mal y el bien están en el
alma de los hombres, que somos mitad ángeles y mitad demonios y que de esta lucha surge
la compleja urdimbre de la historia. Todo esto --que alimentó la gran narrativa de
Dostoievski, las filosofías de Kierkegaard y su brillante discípulo León Chestov,
quien, precisamente, escribió un libro titulado La filosofía de la tragedia-- es exiguo
para inteligir el siglo XX. El siglo XX no es un siglo trágico, es un siglo demoníaco.
Su historia no es la de la lucha entre el bien y el mal, es la del triunfo del mal. (Y
hasta --diría con mayor exactitud-- es la historia de la omnipresencia del mal.) Y --por
expresarlo también de este modo-- su historia no es la de la lucha entre el Diablo y
Dios, es la del triunfo del Diablo. Y la de la ausencia de Dios. No es casual que muchos
teólogos pierdan la compostura cuando se les pregunta dónde estaba Dios en Auschwitz.
Porque si Dios tuvo algo que ver con el siglo XX y --pese a su presencia-- Auschwitz
ocurrió, uno no sabe qué clase de Dios es ése; y los argumentos para exculparlo
terminan siendo tan refinados que se transforman en el arte de justificar su no
intervención, o su ineficacia y --en última instancia siempre-- su ausencia. Parodiando
la célebre frase de Einstein, Woody Allen --que suele reflexionar sobre estas cuestiones
no sólo con humor, sino con hondura y agudeza-- dice en uno de sus films: "Sí, es
cierto que Dios no juega a los dados con el universo. Juega a las escondidas". Dios,
en efecto, ha jugado a las escondidas con el siglo XX. Se ha escondido tanto que el siglo
XX acabó por ser el siglo de su ausencia. Tanto, que Satanás puede decir: "Me
pertenece".
Alejándonos de estas visiones grandiosas, ligadas a personajes tan
venerables como el Diablo y Dios, y a conceptos tan majestuosos como el bien y el mal,
digamos que el siglo XX expresa el fracaso de los hombres para vivir en justicia y
libertad. Los fracasos suelen, coherentemente, conducir a la desesperanza. Pero la
desesperanza no es la conclusión única y necesaria del fracaso. También pueden serlo la
lucidez, el rigor. Debemos trabajar llevando siempre a primer plano las imperfecciones de
los hombres, sus fracasos. Pero la conciencia de los límites no conduce a la inacción
--en Memorias del subsuelo, texto axial de las filosofías de la tragedia, Dostoievski
afirma: "El fruto directo y lógico de la conciencia es la inacción"--,
también puede conducir a la lucha por superarlos, por construir una historia que los
contemple, trabaje sobre ellos como supuesto insalvable y se proponga, no obstante,
trascenderlos. La historia de los hombres es la historia de la trascendencia de sus
límites. Para bien o para mal.
Hay que trascender el límite de la desesperanza porque la historia
debe recobrar su rostro humano. ¿Qué significa esto? Que deje de presentarse ante
nuestra atónica e impotente mirada como un navío al garete, incomprensible, decidida
siempre en otra parte o en ninguna parte o en todas partes pero en ninguna que nos
incluya. Comprendo que decir la historia debe recobrar su rostro humano implica creer que
el siglo XX no fue humano, sino inhumano. Fue las dos cosas, ya que lo inhumano es parte
de lo humano, como todo concepto que se define como la negación o la contracara de otro
es inescindible de ese otro y, en este sentido, pertenece a él. Pero habría que lograr
la conquista de un nuevo sentido para la historia, no un garantismo metafísico, no una
utopía benévola y tranquilizadora, sino --simple y poderosamente-- una causa que nos
abra un horizonte.
Si algo caracteriza este momento histórico es la ausencia de esa
causa: todas las causas han caído. Todas las razones han fracasado. En el comienzo de
Trainspotting, Ewan McGregor dice: "No hay razones. ¿Quién necesita razones si
existe la heroína?". Y, en el final, cuando se integra a esa sociedad que aborrece,
burlonamente dice: "Voy a ser uno de ustedes. Voy a comprar electrodomésticos en
cuotas. Trajes. CDs. Voy a tener un auto. Un empleo. Una esposa. Hijos". Se engaña:
ya las películas no pueden terminar --como tantas veces lo han hecho-- con el
protagonista que se integra a la sociedad burguesa y abandona su rebeldía. Ya no hay
sociedad burguesa. Ni eso queda. Tal vez el bueno de Tony Blair le permita al héroe de
Trainspotting alguna inclusión social. Pero ésa es la excepción. Por el contrario, en
los países en que el libremercado empuja a la exclusión --la inmensa mayoría-- no es
tan fácil transformarse en "uno de ustedes". "Ellos" no lo permiten.
NO han construido una sociedad inclusiva. Han construido una sociedad que empuja a la
desesperación. Una sociedad en la que "ellos" --los amos de la banca, de las
grandes empresas supranacionales, de los medios de comunicación, de la timba para los
hambrientos, los corruptos, los mafiosos y los narcotraficantes-- han acaparado todas las
razones y han arrojado a los otros a los parajes de la sinrazón: la droga y la violencia
desesperada, multidireccional, cruel, gratuita, demencial e inevitable. Si no se lucha
--desde una ética de la libertad y la justicia-- contra esa sociedad, también el siglo
XXI será enteramente del Demonio.
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