El siglo que termina pareciera terminar sin respuestas. O, tal vez, las respuestas que ofrece son las de la desesperanza: las revoluciones fracasaron, los movimientos que surgieron para luchar por la libertad de los hombres llevaron a nuevas opresiones. Las ideas se encuentran bajo sospecha, ya que se transformaron en concepciones intolerantes que condujeron a la radical negación de la existencia de alguna posible verdad en el diferente. El vitalismo y el voluntarismo se transformaron en gestos irracionales. El vitalismo exasperó los valores de la fuerza por sobre los de la razón. El voluntarismo exasperó la posibilidad de triunfar sobre los escollos objetivos de la historia y entregó a muchos a un sacrificio extremo que fue, tal vez, una forma estridente del suicidio. Por otra parte, sobre todas estas ruinas se erige la más ineficaz de las sociedades, quizá la más irracional de todas cuantas se expresaron a lo largo de este siglo. Una sociedad que --como mecanismo sustancial de sí misma-- genera exclusión, marginalidad, pobreza extrema, hambre, desesperación y violencia. Sin embargo, es la que ha triunfado. De aquí la desesperanza: ¿qué descarnada reflexión sobre la condición humana reclama este fin de siglo? ¿Qué pueden los hombres pensar de sí mismos cuando --hoy, en 1998-- se detienen, miran hacia atrás y contemplan el paisaje que han dejado? En un film discutible, sin duda excesivo y, por momentos, espléndido, Satanás se enfrenta a un abogado en un altísimo edificio de la también excesiva y espléndida ciudad de New York y --con fragorosa soberbia-- le espeta: "¡Nadie puede negar que el siglo XX es enteramente mío!". Se lo dice Al Pacino a Keanu Reeves en El abogado del diablo. ¿Quién se atreve a discutirle a Satanás su perentoria afirmación? Se podría argumentar: no, las cosas no son tan simples, el siglo XX es del Diablo pero también es de Dios. Se podría decir --como suele decirse--: el siglo XX es de los hombres, ya que Dios y el Diablo habitan y pugnan en su corazón. De aquí que junto a los más grandes horrores suela manifestarse lo sublime. Pero no: este esquema interpretativo --caro a las filosofías de la tragedia-- se ha recluido en las estetizaciones pos-románticas del pensamiento y ni siquiera nuestra necesidad imperiosa de explicaciones logra recuperarlo. Es muy fácil decir que el mal y el bien están en el alma de los hombres, que somos mitad ángeles y mitad demonios y que de esta lucha surge la compleja urdimbre de la historia. Todo esto --que alimentó la gran narrativa de Dostoievski, las filosofías de Kierkegaard y su brillante discípulo León Chestov, quien, precisamente, escribió un libro titulado La filosofía de la tragedia-- es exiguo para inteligir el siglo XX. El siglo XX no es un siglo trágico, es un siglo demoníaco. Su historia no es la de la lucha entre el bien y el mal, es la del triunfo del mal. (Y hasta --diría con mayor exactitud-- es la historia de la omnipresencia del mal.) Y --por expresarlo también de este modo-- su historia no es la de la lucha entre el Diablo y Dios, es la del triunfo del Diablo. Y la de la ausencia de Dios. No es casual que muchos teólogos pierdan la compostura cuando se les pregunta dónde estaba Dios en Auschwitz. Porque si Dios tuvo algo que ver con el siglo XX y --pese a su presencia-- Auschwitz ocurrió, uno no sabe qué clase de Dios es ése; y los argumentos para exculparlo terminan siendo tan refinados que se transforman en el arte de justificar su no intervención, o su ineficacia y --en última instancia siempre-- su ausencia. Parodiando la célebre frase de Einstein, Woody Allen --que suele reflexionar sobre estas cuestiones no sólo con humor, sino con hondura y agudeza-- dice en uno de sus films: "Sí, es cierto que Dios no juega a los dados con el universo. Juega a las escondidas". Dios, en efecto, ha jugado a las escondidas con el siglo XX. Se ha escondido tanto que el siglo XX acabó por ser el siglo de su ausencia. Tanto, que Satanás puede decir: "Me pertenece". Alejándonos de estas visiones grandiosas, ligadas a personajes tan venerables como el Diablo y Dios, y a conceptos tan majestuosos como el bien y el mal, digamos que el siglo XX expresa el fracaso de los hombres para vivir en justicia y libertad. Los fracasos suelen, coherentemente, conducir a la desesperanza. Pero la desesperanza no es la conclusión única y necesaria del fracaso. También pueden serlo la lucidez, el rigor. Debemos trabajar llevando siempre a primer plano las imperfecciones de los hombres, sus fracasos. Pero la conciencia de los límites no conduce a la inacción --en Memorias del subsuelo, texto axial de las filosofías de la tragedia, Dostoievski afirma: "El fruto directo y lógico de la conciencia es la inacción"--, también puede conducir a la lucha por superarlos, por construir una historia que los contemple, trabaje sobre ellos como supuesto insalvable y se proponga, no obstante, trascenderlos. La historia de los hombres es la historia de la trascendencia de sus límites. Para bien o para mal. Hay que trascender el límite de la desesperanza porque la historia debe recobrar su rostro humano. ¿Qué significa esto? Que deje de presentarse ante nuestra atónica e impotente mirada como un navío al garete, incomprensible, decidida siempre en otra parte o en ninguna parte o en todas partes pero en ninguna que nos incluya. Comprendo que decir la historia debe recobrar su rostro humano implica creer que el siglo XX no fue humano, sino inhumano. Fue las dos cosas, ya que lo inhumano es parte de lo humano, como todo concepto que se define como la negación o la contracara de otro es inescindible de ese otro y, en este sentido, pertenece a él. Pero habría que lograr la conquista de un nuevo sentido para la historia, no un garantismo metafísico, no una utopía benévola y tranquilizadora, sino --simple y poderosamente-- una causa que nos abra un horizonte. Si algo caracteriza este momento histórico es la ausencia de esa causa: todas las causas han caído. Todas las razones han fracasado. En el comienzo de Trainspotting, Ewan McGregor dice: "No hay razones. ¿Quién necesita razones si existe la heroína?". Y, en el final, cuando se integra a esa sociedad que aborrece, burlonamente dice: "Voy a ser uno de ustedes. Voy a comprar electrodomésticos en cuotas. Trajes. CDs. Voy a tener un auto. Un empleo. Una esposa. Hijos". Se engaña: ya las películas no pueden terminar --como tantas veces lo han hecho-- con el protagonista que se integra a la sociedad burguesa y abandona su rebeldía. Ya no hay sociedad burguesa. Ni eso queda. Tal vez el bueno de Tony Blair le permita al héroe de Trainspotting alguna inclusión social. Pero ésa es la excepción. Por el contrario, en los países en que el libremercado empuja a la exclusión --la inmensa mayoría-- no es tan fácil transformarse en "uno de ustedes". "Ellos" no lo permiten. NO han construido una sociedad inclusiva. Han construido una sociedad que empuja a la desesperación. Una sociedad en la que "ellos" --los amos de la banca, de las grandes empresas supranacionales, de los medios de comunicación, de la timba para los hambrientos, los corruptos, los mafiosos y los narcotraficantes-- han acaparado todas las razones y han arrojado a los otros a los parajes de la sinrazón: la droga y la violencia desesperada, multidireccional, cruel, gratuita, demencial e inevitable. Si no se lucha --desde una ética de la libertad y la justicia-- contra esa sociedad, también el siglo XXI será enteramente del Demonio. |