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DESTINOS
Por Juan Gelman

t.gif (862 bytes) El exilio no cambió a este yanqui de Wisconsin, hijo de familia próspera venida a menos: Joseph Losey insistió en la exploración de temas sociales a lo largo de todo su quehacer cinematográfico, tal vez convencido -–como Shelley-- de que "el arte debe ir lejos en lo humano". Sus historias de desilusión y rechazo, amores fracasados, esperanzas derrotadas y proyectos desvanecidos en la imposibilidad, nunca tuvieron éxito de taquilla. Mucha gente va al cine a ver lo que no le pasa.

Al igual que Orson Welles, Losey era un hombre de teatro en toda la dimensión de la palabra, obsesionado por la perfección del estilo, la fluidez del relato y la caracterización de los personajes. Su maestría artística lo llevó a Hollywood y sus ideas, a buscar refugio en Inglaterra en 1952, perseguido por la ola macartista que la guerra fría entre los dos bloques y la caliente de Corea habían levantado en Estados Unidos. Fue, por un tiempo, afiliado al Partido Comunista estadounidense, pero su formación política más bien tenía el cuño del liberalismo rooseveltiano. En los años del New Deal -–1933 a 1939-- puso en escena obras teatrales subvencionadas por el programa federal contra la

desocupación. Contemporáneamente, dirigió películas educativas y documentales y en 1945, a los 36 de edad, fue nominado para el Oscar por el corto Un arma en su mano.

Sus primeros largometrajes se internan en temas irritantes para una sociedad bañada por el bienestar económico que, muertos aparte, la Segunda Guerra Mundial le había traído: el pacifismo (El chico del cabello verde, 1949), los prejuicios raciales (Los proscriptos, 1950), la corrupción policial (El merodeador, 1951). Era fatal que Losey se convirtiera en materia punible para el senador McCarthy, que ya había mandado a la cárcel a los Diez de Hollywood por su presunto comunismo. Losey deja el país, dirige una película en Italia con el seudónimo de Andrea Forzano y se instala en Londres. Allí frecuenta trabajos mal pagos y anónimos en series de televisión y films de presupuesto escaso. Vuelve a entrar en un clima de represión y censura, especialmente en 1954, año del film El tigre dormido, película que inicia su fecunda colaboración con Dick Bogarde: el entonces ministro del Interior de Gran Bretaña, David Maxwell Fyfe, se entretenía en expulsar de la universidad a profesores izquierdistas, perseguir a prestigiosos editores por publicar libros "obscenos" y castigar a homosexuales con procesos escandalosos que repetían, décadas después, el incoado contra Oscar Wilde. Pero Losey seguía atemorizando a colegas británicos y encrespando a funcionarios de la oficina de censura: critica la imposición de la pena de muerte (Tiempo sin piedad, 1956, la primera obra que firma con su nombre en Inglaterra), otra vez la corrupción policial (Cita a ciegas, 1959), el sistema penitenciario vigente (El criminal, 1960) y las posiciones oficiales ante el peligro de un holocausto nuclear (Los condenados, 1961). El Departamento de Estado exige que Losey le devuelva el pasaporte y su situación se torna más precaria: nunca sabe si le renovarán la estadía y/o el permiso de trabajo.

Con El sirviente (1963) -–una de las obras cinematográficas que escrutan con más lucidez el tema del poder--, Losey alcanza una estatura europea que se le había ya reconocido en Francia. El guión pertenece al dramaturgo inglés Harold Pinter, quien también escribe los de Accidente (1967) y El intermediario (1971), Gran Premio del Festival de Cannes. Ni en el exilio inglés, ni en el francés que se prolongó de 1975 a 1983, podrá llevar a cabo proyectos, incluso en estado de preproducción avanzada, que, como Bajo el volcán -–basado en la novela homónima de Malcolm Lowry--, soñaba con filmar: Losey no fabricaba productos comerciales. En cambio, dirigirá Casa de muñecas, la mejor adaptación hasta hoy en día de una obra de Ibsen. Fallecerá en 1984 con 32 años de destierro en las espaldas.

Losey no se limitó a ser efecto brillante del exilio. Supo siempre que el suyo -–como el de millones de personas en todo el planeta, como el de miles de argentinos bajo la dictadura militar-- era consecuencia de la opresión y necesitó develarla para aviso de quienes desean una sociedad más justa. Mostró sin forzados dogmatismos que un hombre liberado no necesariamente es un hombre libre, que la liberación es un camino hacia la libertad, que esas dos palabras no son sinónimos. Con su arte procuró incidir en las causas que trazaron su destino, semejante al de tantos otros. Lo hizo con un estilo barroco, sensible al paisaje urbano y cuidadoso de sonido, de rara calidad. Sólo en Rey y país, filmada en 1964, año del 25º aniversario del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, volvió a la austeridad y la dura sencillez de sus primeras películas.

Le reprochaban el carácter pendenciero y difícil, su alcoholismo, la propensión a fabular su pasado -–que también padecieron Chaplin, Hitchcock, Griffith, Ford, o von Stroheim--, como si lo mirara desde afuera, explorando su vida como una hipótesis. Quizás porque se había quedado a solas con su arte, sin nada ni nadie entre los dos. Quienes trabajaron con él pensaban de otro modo. Para Chic Waterson, uno de sus más sutiles camarógrafos, Losey "fue el más grande". Harold Pinter, cuyos mejores guiones son los que escribió para Losey, dijo sencillamente, casi a manera de epitafio: "Yo lo quería".


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