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Por Manuel Vázquez Montalbán
La culpa la tuvieron Liliana Mazure y Luis Barone, no sólo provocadores de mi estancia en Buenos Aires --morían los ochenta o nacían los noventa, no recuerdo-- para afrontar una serie televisiva sobre Carvalho, sino empeñados en enseñarme todos los Buenos Aires sagazmente ocultos, vigilados de cerca o de lejos por la presencia del Obelisco. Y fue en una noche emergente cuando me metieron en la rosa de Alejandría del Barrio de San Telmo, colorado de noche, blanco de día, donde se ubicaba El Berretín, local guerrillero del tango, ya se sabe, uno, dos, tres, Vietnam como pedía el Che. Hay locales estables con un anillo y una fecha por dentro como El Viejo Almacén, y los hay pertenecientes al off Buenos Aires, que tienen la corta existencia del entusiasmo de sus arrendatarios, frágil porque el tango no enriquece lo suficiente ni siquiera a la industria cultural del tango, es decir, te puedes ganar mejor la vida dedicándote a García Lorca o a Joyce, que a Troilo, Santos Discépolo o Roberto Polaco Goyeneche. Esos locales viven mientras dura el metejón, el enamoramiento del local con su empresario y viceversa. Y en El Berretín tramaba las actuaciones un presentador maquillado y vestido de clown, filósofo de lo cotidiano de Buenos Aires, a manera de guía de la conciencia de los espectadores desde un humor judeoporteño. De su mano enguantada en blanco entraban los cantantes iniciados aquella noche por su especialista suficiente y clásico que abría oídos y ojos a la espera de Roberto Polaco Goyeneche, el Polaco por suficientes señas, la apuesta de fondo de la casa, porque estamos hablando del último, hasta ahora, cantante mítico del tango duro bien expresado, desde el cerebro situado de cintura para arriba. Como siempre, me dijeron, el Polaco estaba moribundo, pero en cuanto salía a escena se afirmaba sobre sus zapatos color crema y proponía el tango como una demostración de estar vivo. La noche prometía la novedad de una casi debutante Adriana Varela, que entusiasmaba a mis introductores, y por el Polaco y por ella me habían llevado al local. En El Quinteto de Buenos Aires, la entrada de Adriana Carvalho la describo tal como yo lo había sentido en la irrealidad de El Berretín: "Aparece una mujer escotada y blanca. Enigmática y con las siete puertas y los seis sentidos puestos bajo la luna". Con Valdano pude comentar años después aquel descubrimiento y él conocía a la cantante, incluso sabía que la había apadrinado El Polaco con un comentario tajante: "no me gusta que las nenas canten tango, pero Adriana es un caso aparte". Para los que teníamos en los oídos de la memoria el registro de tangos cantados por Libertad Lamarque, Imperio Argentina, Nacha Guevara, Susana Rinaldi, el estilo de la Varela era una alternativa radical. El tango ha de salir del cuerpo por todas sus puertas, hay que cantarlo con los seis sentidos, y ella lo emitía desde el centro del mundo, el lugar elegido por sus pies para apoderarse del escenario, sin permitirse señales extras, presencia y voz, como la Piaf o Chavela, a lo sacerdotisa austera, quizás el exceso de sus ojos como una ventana y ventosa de nuestra entrega de espectadores sometidos. Prueba decisiva para cualquier intérprete de tango es que asuma el repertorio clásico como si lo estrenara y algunas piezas especialmente traducen el acierto o desacierto del empeño. De aquella noche en El Berretín pasó a las páginas de mi novela Quinteto de Buenos Aires como ella misma, una cantante que expresa según vive y me permití la osadía de escribir varios tangos que subrayan las estrategias narrativas, con el fin de que Adriana los cantara en lo que nació como serie de televisiva y acabaría en novela. Apagadas las luces de los reflectores que habían actuado de luna, Adriana Varela ha tenido algunos años para ir develándonos de dónde viene y a dónde va, muchacha rockera universitaria que consideraba el tango un paisaje melancólico para jubilados de la biología y de la historia, como todos los argentinos que fueron muy jóvenes en los años de la peor dictadura argentina de este siglo. El rock autóctono de aquellos años se adaptó a la estrategia de la protesta, mientras el tango seguía expresando una marginalidad esencial no asumida por aquellos jóvenes sacrificados en el penúltimo altar revolucionario de la modernidad. Luego Adriana Varela conoce medio mundo, porque durante varios años ejerció de esposa de tenista, del que se quedó los hijos y el apellido, dice, porque algo debía quedarle, ya que nunca le pasó la pensión acordada. Fonoaudióloga, terapeuta de la voz y la audición, y estudiante de psicoanálisis, de pronto la ruptura sentimental la convirtió en una mujer que proyectaba tener un proyecto. Como en las películas, la fonoaudióloga fue al Café Homero, para ver a Marconi, el bandoneonista por excelencia. Allí estaba El Polaco, pero como si no estuviera, fingió Adriana y recibió la oferta de cantar algo, un tanguito, poca cosa, "me aprendí dos tangos en quince días, pero no un tango cualquiera: Muñeca brava". --Veníte a cantar los fines de semana. Hacía prácticas en un hospital y cantaba los domingos para un auditorio que se hinchó de intelectuales y artistas cuando un día compartió cartel con El Polaco. --Lleno a cagar, Manolo, y yo muerta de miedo. Allí estaba el mito, acodado en la barra, de espaldas a la novata que desde el escenario cumplía su papel telonero. Cuando acabó, Adriana se acercó a Goyeneche, y cuando se volvió hacia ella y tuvo oportunidad de pedirle disculpas, sólo recibió amabilidades y en cierto sentido, ya la bendición del Jordán: éste es mi hijo bienamado, en el que tengo depositadas todas mis complacencias. Allí nació un padrinaje y un mutuo enriquecimiento. Adriana fue asumiendo todo el tango, desde el más periférico y metafórico al más nuclear, el tango de Cadícamo, Celedonio Flores o Contursi. --El núcleo del tango es su carácter de música de barrio, de marginalidad. Me he negado a traducir el tango a lo femenino. El tango lo canta siempre un poeta comprometido, aunque los tangos no tengan un contenido explícitamente político, todos los tangos son comprometidos, porque son políticamente incorrectos, y más en estos tiempos en los que la derrota, la pobreza y la marginación muestran su condición de efectos políticos. Es lo incorrecto, lo transgresor, por eso ha vuelto. Y en estos tiempos de cobardía ante la inseguridad, el tango ayuda a atravesar la angustia. Cuando me siento deprimida prefiero enamorarme o cantar un tango que drogarme, sobre todo de cocaína, la droga imperialista que pone dura a la gente, no la deja caer en la angustia. Es el castigo de los indígenas contra sus depredadores. Me lo está contando a pocas horas de su debut en Barcelona, una llegada tardía porque Adriana es muy gandula y lo suyo no es una carrera, dice, ni es nada. Dueña del público porteño, ahora le gustaría cantar en otros escenarios, recibir otro eco. Cuando le comento que el tango es ella, pero también se atreve con él Julio Iglesias, se plantea el imaginario de actuar junto al cantante de Miami. --Sería un incordio estético, pero como desafío interno, maravilloso. No hay tangos nuevos con suficiencia para cohabitar con los antiguos, salvo el tango instrumentalista de Piazzola. Tal vez algún día resurja como la poética de los nuevos perdedores, pero hoy, normalmente, cuando alguien se pone a escribir un tango, lo convierte en una cosa, dice Adriana, recuperando su condición de estudiante de psicoanálisis, superyoica, y pierde la espontaneidad del malditismo del que nació, controlada espontaneidad de lo caótico que consiguen sus mejores poetas. Cuando sea mayor, quisiera ser como la Susanita de Quino y terminar su vida junto a sus nietos, con un hombre al lado, mirando el cielo, hablando de estupideces. No. Ese hombre no ha de ser atleta de nada. Alguien parecido al protagonista de Drácula, pero sin colmillos. Y de momento, cantar tangos cada vez más nucleares y rechazar las propuestas que le llegan con el éxito. --Me proponen cada huevada que me caigo de risa. |