Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

TÍO
Por Antonio Dal Masetto

na36fo01.jpg (18982 bytes)

t.gif (862 bytes) Después de un día duro y una noche tormentosa y sin dormir, por la mañana tomé un avión rumbo a la Patagonia, donde me tenían programada una jornada de mucha actividad. Sabía que pasarían largas y penosas horas antes de que pudiera arrojarme sobre una cama de hotel. La cuestión es que estaba reventado, la cabeza hecha un bombo, vidrio molido en los ojos y mi única esperanza era lograr dormir durante el vuelo y recuperar algo de energía y lucidez. Mi compañera de asiento era una nena de unos siete años. Morenita, ojos negros y enormes. Cuando el avión empezó a moverse me habló: "¿Usted no tiene miedo de volar?". Le dije que no, que había volado muchas veces. "¿Por qué?, ¿vos tenés miedo", le pregunté. Se encogió de hombros: "No, yo tampoco, es la primera vez que subo a un avión y no tengo miedo". Pero los dedos crispados sobre los apoyabrazos y la forma en que miraba de reojo a través de la ventanilla sugerían por lo menos un poco de inquietud. Me contó que viajaba sola, estaba a cargo de la azafata, había venido a Buenos Aires a visitar a una tía y en Trelew la esperaban sus padres y su prima Marta, vivían en Puerto Madryn. El avión carreteó, despegó y mientras todavía estábamos tomando altura la nena preguntó: "¿Ya llegamos?". Sus manos seguían apretando fuerte la tela de los apoyabrazos. Le expliqué que el vuelo duraría un buen rato, le dije que tuviera paciencia y cerré los ojos para dormir. Lo estaba logrando cuando un dedo se apoyó sobre uno de mis párpados y lo empujó hacia arriba. Era la nena que me preguntaba: "No está dormido, ¿verdad?". La miré con ese solo ojo. "Estoy tratando", le dije. Retiró el dedo, pero al rato volvió al ataque y de nuevo me subió el párpado: "No me mienta, no está durmiendo". Cuando vio que abría ambos ojos dijo: "¿Sabe lo que le pasó a mi prima Marta que vive con nosotros? Se metió un pingüino en la casa y ella lo sacó a escobazos. El pingüino escapó y al rato volvió con una banda de pingüinos que atacaron a mi prima a picotazos". "Los pingüinos no picotean a la gente", dije. "Estos sí. Era una banda de pingüinos feroces, muy malos, estaban furiosos por los escobazos. Empezaron a comerse todo lo que había en la casa, no dejaban nada, hasta las latas de pescado las abrían a picotazos." "Sí", dije y volví a quedarme dormido.

El dedo de la nena me subió el párpado por tercera vez: "Mi mamá y mi papá fueron a buscar a los bomberos y a mí y a mi prima nos escondieron dentro de dos tanques de doscientos litros, ¿vio esos pintados de azul con números y letras blancas? Y los pingüinos se dieron cuenta y atacaron el tanque de mi prima y yo sentía que picoteaban en el tacho y ella gritaba socorro, socorro". Volví a quedarme dormido con la imagen de una banda de pingüinos abollándose el pico contra un tanque de doscientos litros.

No sé si pasó tiempo o fue inmediato, pero el dedito volvió a subirme el párpado: "Y seguían los picotazos y mi prima no paraba de gritar y yo pensé que ya se la habrían devorado y que después los pingüinos vendrían por mí". La cosa siguió así y el viaje se llenó de pingüinos asesinos que yo no hubiese podido distinguir si pertenecían al relato de la nena o a imágenes de mi cabeza en los escasos segundos en que lograba adormecerme. Sé que en algún momento, poniéndome enérgico, le dije: "Basta, terminala con esa historia, no quiero saber más nada de pingüinos, nunca me gustaron los pingüinos". Y cerré los ojos una vez más.

Un rato después la nena me pegó un codazo en las costillas, sus manos se apoyaron en mi muslo derecho, la sentí inclinarse sobre mis piernas y oí su vocecita que decía: "Me parece que voy a devolver". Me sobresalté, pensé en mi pantalón, no había traído muda. Tomé a la nena por los hombros y la senté derecha. Ella me miraba fijo, tranquila, y no había indicios de que estuviera descompuesta ni que fuera a vomitar. Me acordé de la frase de W. C. Fields: Nadie que odie a los perros y a los niños puede ser enteramente malo en el fondo. Le dije: "¿Sabés qué hacían los aztecas con las niñas de siete u ocho años como vos? Le partían el pecho con un puñal de piedra, le arrancaban el corazón y se lo ofrecían a los dioses". Ella siguió mirándome con sus ojos enormes, me sonrió y me acarició una mano.

Ya a esta altura la posibilidad de dormir un rato se había esfumado por completo. Llegamos, aterrizamos y la azafata vino a buscar a la nena. Mientras se iba por el pasillo se dio vuelta y me dijo: "Chau tío".


PRINCIPAL