El silencio no sólo está hecho de la falta de palabras del hablante; también de los oídos que se cierran a "lo desagradable", lo inaguantable, en realidad. Es un hecho que bien conocen los ex detenidos-desaparecidos bajo la dictadura militar. "Recuerdo las palabras textuales de uno de mis hermanos cuando quise contarle lo que había pasado, al día siguiente de mi libertad -relató Adriana Calvo, sobreviviente de la ESMA--: 'No cuentes, no cuentes, mirá, olvidate, te hace mal'. Y eso hasta el día de hoy. (...) No había orejas dispuestas a escuchar, no querían saber, no podían soportarlo. No querían sentirse responsables de lo que estaba pasando (corría el año 1978). Si no sabían, todo bien. Es una experiencia común a todos los que fueron liberados, hasta con los familiares más cercanos, hermanos, padres." Es además una experiencia común a los sobrevivientes de los campos nazis. En un simposio sobre "Historia y memoria" que tuvo lugar en la Sorbona del 11 al 13 de diciembre de 1987, decía Simone Veil, rescatada a los 18 años de edad del campo de exterminio Bergen-Belsen: "Desde que volvimos, tratamos de hablar, de expresarnos", pero nadie la escuchaba de verdad. "Viví estos 40 años (desde su liberación en abril de 1945) como una sucesión de interrupciones de la palabra, como una humillación permanente": chocaba --dijo-- con "la incomprensión", o "la indiferencia", o "la estupidez" de algunos, con "las miradas de interrogación", o "la molestia extraordinaria" de otros. Y afirmó esto, que puede parecer terrible: "Es entre nosotros (los sobrevivientes) que podemos hablar. Para nosotros, paradójicamente, es una alegría. Hablamos de lo que pasó burlándonos, riéndonos". Asistían al simposio historiadores de nueve países europeos que exploraron los peligros que se ciernen sobre el recuerdo del Holocausto. Son los mismos que amenazan al del genocidio argentino. Por ejemplo, su dilución en la falsedad trivial que adjudica a la memoria el mero papel de "etapa prehistórica del conocimiento". La Veil reclamó la creación de un organismo encargado de conservar "nuestra memoria, la de nosotros, y no solamente la de los historiadores". En la Argentina por fortuna existe ese organismo: la Asociación de ex Detenidos-Desaparecidos. Que, además de mantener esa memoria, la interroga y explora en lo que tiene de indecible, impidiendo que las interrupciones de la palabra de los sobrevivientes se prolonguen 40 o 50 años como en Francia. Los testigos y las víctimas con vida de la represión militar pasarán a su desaparición biológica y así se perderá algo irreemplazable, dejando un vacío que sólo la interrogación actual sobre el pasado podrá ocupar. Es decir, la memoria más allá y más acá de la historia, y es alentador que las generaciones más jóvenes quieran saber, pregunten y salten muchas veces el opaco silencio familiar. Y también el silencio social, construido por la negativa de las Fuerzas Armadas a dar el nombre de víctimas y victimarios, por el arropamiento que el gobierno civil proporciona a esa denegación, por el cálculo de los partidos políticos que no han querido anular las leyes perdonadoras de Punto Final y Obediencia Debida, por el olvido que las direcciones sindicales burocráticas destinan a los miles de obreros y trabajadores desaparecidos, por la tenacidad de la Iglesia empeñada en defender su compromiso con las Juntas, por el rechazo de un no escaso sector de la sociedad civil a aceptar su responsabilidad en lo inaceptable, amparada en la "teoría" de los dos demonios. De ese muro de silencio también forman parte los pedacitos de memoria no dichos, fragmentados, dispersos, que muchos testigos y víctimas guardan para sí, como inmovilizados en su antiguo lugar. Qué manto de memoria colectiva se podría tejer con esos pedacitos, consolador y abrigador contra repeticiones posibles. Los crímenes del pasado perviven en lo que se calla de ellos en el presente. Y existe el silencio definitivo de los muertos. De muchos, no están los despojos para hablarnos. La recuperación de los restos de Mario Santucho y de Benito Urteaga, exigida por sus familiares, no sólo se inscribe en la búsqueda de la verdad, la reinstalación del ser querido en la cultura, la posibilidad de duelo: tal vez además responda al deseo del desaparecido. En su libro Un mundo aparte, dice Gustaw Herling que pasó dos años en un gulag soviético: "La certidumbre de que nadie sabría de su muerte, que nadie sabría jamás dónde habían sido enterrados, era uno de los mayores tormentos de los prisioneros. Es posible ser ateo, rechazar toda idea de otra vida después de la muerte; pero incluso en ese caso es difícil aceptar la idea de que también sea borrado el único vestigio material que prolonga una vida humana y le da clara perennidad en el recuerdo de los que la sobreviven. Este aspecto del miedo a la muerte, o mejor, a la aniquilación completa, se convirtió para algunos prisioneros en una obsesión". Quizá también para más de un desaparecido bajo la dictadura militar. |