Esperar sin ninguna esperanza convierte al tiempo en árida rutina. Y lo rutinario, a su vez, se define por una circularidad que naturaliza la historia: después del otoño viene el invierno, y la primavera hace luego su aparición hasta recalar en el verano. Y así repitiendo. Y la rueda de las estaciones gira impávida, oxidada, englutiendo cualquier posibilidad de expectativa, renovación o aventura. Hace cien años, el capitán Dreyfus, condenado por la historia oficial del ejército francés, fue transformado en la víctima judía paradigmática al ser sometido a las estratagemas canónicas y fraudulentas de los generales de turno. Y confinado en la isla del Diablo, vio convertirse al tiempo en una historia tan opaca como insípida. "Un desierto de yeso y sin sombras" que le negaba toda posibilidad de demostrar su inocencia y le iba anegando, día a día, en la humillación de someterse a una justicia que obscenamente se prolongaba en postergaciones, falsas promesas, escurridizas argumentaciones en los tribunales, y en testigos fraudulentos y pistas borradas. Las analogías con el crimen de la AMIA son inquietantes: alrededor de una calle común de Buenos Aires --"Pasteur, en pleno barrio judío"--, no sólo se instaló el tiempo como un yermo sin ecos ni matorrales, sino las trampas y la miseria policial, los expedientes escamoteados, las huellas y los testigos tergiversados, las afirmaciones que se trastocan diluyéndose en infinitos regueros o laberintos. Y la gente: perpleja, desolada y cubierta de ceniza, a la que el poder pretende convertirla en algo sospechoso o desatinado. --Aunque la indignación de esas personas sea una ira sagrada --me escribe otro David desde el fondo de una bahía. Pero así como un coro de mujeres empezó a rasgarse las vestiduras allá por 1898, hoy (frente al Palacio de la Injusticia cuyas tablas de la ley, encima del techo, simbólicamente están "embolsadas"), otra serie de mujeres se ha convertido en la voz que, duramente, denuncia las torpezas del poder. --A los generales franceses --sentenció una mujer muy próxima a Dreyfus--, sólo les queda ponerse las medallas sobre la cara para tapar sus vergüenzas. Eso, en París, a finales del siglo XIX; ella se llamaba Ruth y había esperado justicia en vano. Isla, Diablo, la Marsellesa se había quedado afónica. En Buenos Aires, sabemos que esas mujeres porteñas, asqueadas de esperar, toman la palabra en nombre de su comunidad agraviada, apuntando a lo abyecto y hasta las cúpulas con sus ambigüedades. --Me recuerdan a Judith --agrega mi tocayo desde la bahía lejana--, sobrias, certeras, denunciando lo inicuo que siempre disimula el poder arbitrario. También. "Menos mal". Zola, el novelista que vivía al margen y en la autonomía de su oficio, en 1898 escribió su Yo acuso para cuestionar la sordidez oficial en torno de Dreyfus, ese chivo emisario de las burocracias inmovilistas y beatas. --Es que finalmente Emilio llegó a descubrir que la verdadera "bestia humana" era la que se alimentaba con escribas, códigos, chambelanes y otros sí digo. Sugiero: teniendo en cuenta esos antecedentes, habría que preguntarse o enunciar como expresión de deseos, si los escritores argentinos, sumados a los artistas y a los científicos, ¿no estamos dispuestos a intervenir en la política como tales, denunciando de manera categórica y conjunta, en 1998, la injusticia, las demoras y las miserias de los poderes de nuestro país en relación a la masacre de la AMIA? |