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"JUEGOS DE PLACER", UNA RAREZA DEL FRANCES PATRICE LECONTE
La corte de los ridículos

El director imaginó una comedia cuya acción transcurre durante los días previos a la Revolución Francesa para plantear un dilema moral de actualidad: el de un noble idealista metido en el corazón del poder.

Leconte elige hablar del presente situando la acción hace tres siglos.
La luminosa belleza de Fanny Ardant engalana una película interesante.

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JUEGOS PELIGROSOS 6

(Ridicule), 1996.
Dirección: Patrice Leconte.
Guión: Remi Waterhouse, con la colaboración de Michel Fessler y Eric Vicaut.
Fotografía: Thierre Arbogast.
Música: Antoine Duhamel.
Intérpretes: Charles Berling, Jean Rochefort, Fanny Ardant, Judith Godreche, Bernard Giraudeu.
Estreno de ayer en los cines América, Gaumont, Atlas Belgrano, Flores.

Por Luciano Monteagudo

t.gif (862 bytes) Corren los años previos a la Revolución Francesa y la corte de Luis XVI no quiere ver más allá de los luminosos jardines de Versalles, quizá porque alrededor de las fronteras palaciegas el reino no es otra cosa que un pantano sumido en la miseria y la enfermedad. Para esas damas empolvadas de la cabeza a los pies, para esos caballeros enfundados en pelucas y brocados que revolotean como mariposas alrededor del poder --un poder corroído por su fascinación por sí mismo--, lo único que importa es faire de l'esprit, poner a prueba el ingenio de las reuniones de salón, convertidas en verdaderos duelos verbales. Para gozar de los favores del rey, para participar allí de una partida de naipes o un baile de máscaras, hay que afilar la lengua como una espada y saber respetar las estrictas reglas del juego, los rígidos códigos que impiden caer en el peor de los pecados: el ridículo. Ridicule se titula precisamente en el original esta comedia lustrosa de Patrice Leconte que en su traducción local ha pasado a llamarse Juegos de poder.

Como lo prueban films tan disímiles --y tan desparejos-- como La noche es mi enemiga, El perfume de Yvonne, La maté porque era mía o El marido de la peluquera (sin duda su película más celebrada), Leconte es un cineasta versátil, ubicuo, capaz de hacer sonar su nombre sin ser demasiado personal. En Ridicule reconoce haber filmado un guión ajeno tal como le fue propuesto, sin modificaciones ni enmiendas, para probar suerte en un campo que para él todavía era inexplorado, el film de época, como una forma de reflejar el presente. Ese reflejo pretende ser alcanzado a través del dilema moral que enfrenta Ponceludon de Malavoy (Charles Berling), un noble de provincia, preocupado en verdad por los padecimientos de su gente, a la que quiere ayudar con un moderno plan hidrográfico que seque los pantanales y elimine las pestes. Claro, en la corte nadie quiere siquiera oír hablar de un tema tan deprimente y aburrido, por lo cual Malavoy --"una rara combinación de honradez e ingenio", según alguien lo define-- hará uso de su destreza verbal y hasta de sus habilidades como amante de una influyente cortesana (la luminosa Fanny Ardant) con tal de poder llamar la atención del rey y presentarle su proyecto.

El fin justifica los medios, piensa Malavoy, cuya mayor lucha será no dejarse fascinar por los brillos fatuos de la corte, por la vida fácil de palacio, por el abandono de sus ideales. Para ello cuenta con el auxilio de un médico amigo (Jean Rochefort, actor fetiche de Leconte), un hombre deslumbrado por ese esprit versallesco pero consciente de que el futuro de Francia, encarnado en la belleza y determinación de su hija (Judith Godreche) se hará por encima de las ruinas de esos lujos vacuos. El problema del film de Leconte es que se encuentre ante la misma alternativa de su protagonista: Ridicule se impone como visión denunciar aquellas injusticias y hacer caer las máscaras, como en el previsible baile final, moralizando siempre a partir del problema de conciencia de su protagonista, pero en el ínterin la película no hace otra cosa que ponerse al más pleno servicio de aquello que cuestiona. Todo Ridicule no es más, en definitiva, que un juego de ingenio, que se pretende agudo, venenoso y pocas veces consigue ir más allá de la vistosa superficie con que Leconte adorna visualmente el relato. Hacia el final se diría incluso que quien habla por boca de Rochefort es el propio Leconte. Exiliado en Inglaterra luego de los sucesos de 1789, ese médico nostálgico de los buenos viejos tiempos de antes de la revolución se acerca a la costa de Dover y, mientras intenta ver su tierra desde los acantilados, se lamenta de que el esprit haya sido reemplazado por "la retórica inflamada de Danton". No se trata de pensar que el director de Ridicule abjura de la Revolución Francesa, sino simplemente de comprobar que, a pesar de su índice elevado contra la realeza, él también se sintió tentado de jugar en los salones de Versalles.

 

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