"Deja que todo te suceda, la belleza y el espanto", escribió el joven Rainer María Rilke, a la sazón enamorado de una mujer mucho mayor que él. Lou Andreas Salomé era rusa, bella e inteligente, y ya reinaba en Berlín cuando el poeta austríaco comenzaba, apenas pasados los veinte, a hacerse conocer. De las virtudes de Lou disfrutaron --algunos, de la belleza; otros, de la inteligencia; no pocos de ambas cosas-- hombres como Friedrich Nietzsche, Paul Ree, Sigmund Freud, Karl Jung o August Strindberg. Y su marido, el señor Andreas, con quien Lou se mantuvo casada cuatro décadas, pero con quien nunca se metió en la cama. Con Rilke sí, y muchos años. Los tres --Rilke, Lou y el señor Andreas-- hicieron largos viajes por Siberia, confraternizaron y compartieron lo que había para compartir, que no era poco y no era sólo una mujer, sino una visión del mundo. Antes de conocer a Rainer y al señor Andreas, Lou ya había dado pruebas de su inclinación por los triángulos, y de eso se ocupó Liliana Cavani en Más allá del bien y del mal, donde mostró el período en el que la rusa vivió con Nietzsche y Ree. Rilke dejaba que todo le sucediera, lo sublime y lo macabro. En esa frase cabe cierta sabiduría decimonónica --o romántica, vamos-- que el siglo que está por terminar erosionó. No nos preocupa la belleza, sino el espanto, pero nuestras pobres almas tienen una sola puerta por la que pasan ambas cosas. La cerramos para sentirnos seguros, y entonces no pasa nada. El mundo material se convirtió lentamente en una increíble metáfora de nuestros mundos interiores, ¿o fue al revés? Nuestros cuerpos se sienten acosados por bacterias y virus que cada día se vuelven más resistentes a las armas con las que nos defiende la medicina. Nos cuidamos de los alimentos vencidos o en mal estado: todos somos un poco una vieja neurótica obsesiva que se pone guantes para viajar en colectivo porque teme que la salpiquen los microbios, y rehúye los abrazos porque le dan asfixia. Nuestras casas son endebles: rejas, alarmas y pasadores, cuando no guardias privados, se encargan de devolvernos una precaria sensación de seguridad, o al menos la buena conciencia de haber hecho lo posible para evitar una intrusión, como el chanchito del cuento que hacía afanosamente su casa de ladrillos, mientras sus hermanos holgazanes se ahorraban trabajo con paja y madera, y aprendían la lección cuando llegaba el lobo. Nuestros corazones también se sienten en peligro. Un sentimiento arrollador o un deseo descontrolado pueden hacer eco en el vacío que tan puntillosamente construimos a fuerza de no querer nada con demasiada intensidad. Para sentirse a salvo no se siente. Esa es la estúpida paradoja a la que nos somete nuestra época. Tan internalizado tenemos el mecanismo, que nadie se cuestiona su propio esfuerzo en mantenerse abstemio de pulsiones, como funámbulos cuyo único contacto con algo o alguien pasa por pocos centímetros de un pie, y cuyo arte se agiganta a medida que los centímetros son menos. Si pudiéramos, contrataríamos patrullajes no sólo para nuestros barrios sino también para nuestros sentidos. La economía nos dirige la vida, la economía que administra nuestros recursos y la que raciona nuestros afectos. El valor que más cotiza es el de mostrarse no deseante, y sólo lo supera el de realmente sentirse no deseante. Las sociedades occidentales han parido un nuevo tipo de sujeto que, visto con cierto humor, es un buda degenerado: desapegado, abstraído, ensimismado hasta el sopor. Pero lo que domina a estos budas gobalizados no es la autoconciencia ni el poder benéfico de sus propias mentes, sino el terror de abrirse al otro. Rilke y Lou, como tantos otros, dejaron que les pasara todo. Después de haber amado mucho, un día la espina de una rosa provocó la muerte de Rilke. Fue una curiosa manera de conjugar, en un último gesto, las fuerzas contradictorias, contrapuestas y enérgicas a las que se animó a enfrentarse. Murió en ese eclipse de belleza y de espanto. |