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RICARDO BARTIS EXPLICA SU RELECTURA DE ARLT
Los siete lanzallamas

En un escenario atípico, que pone en íntimo contacto a actores y spectadores, el director presentará "El pecado que no se puede nombrar", por sólo dieciséis funciones en el Teatro San Martín.

Los protagonistas están complotados para tomar el poder, como en "Los siete locos".
"El amor, el trabajo, la felicidad son valores que parecen imposibles a estos hombres", dice Bartis.

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Por Cecilia Hopkins

t.gif (67 bytes) Tomando la literatura de Roberto Arlt como fuente inspiradora (especialmente sus novelas Los siete locos y Los lanzallamas, escritas entre 1929 y 1931), el actor y director Ricardo Bartis concibió uno de sus más ambiciosos espectáculos, El pecado que no se puede nombrar, que estuvo presentando en carácter de "ablande" a lo largo de este mes, en el estudio que posee en Villa Crespo. El "ablande" se entiende: se dispone a una temporada que comenzará en el Teatro San Martín, a partir del martes próximo, por 16 funciones, antes de su participación en los festivales de Otoño de Madrid y Cádiz, en octubre.

El espectáculo, cuenta el director, fue gestado en una habitación de cuatro metros cuadrados y será trasladado a la sala Martín Coronado del modo más parecido a como se originó, esto es, con actores y público compartiendo el escenario bajo un ámbito cerrado, construido especialmente para la ocasión. Estas singulares condiciones de representación obedecen a la necesidad de generar un clima de "combustión, de gran condensación emocional", producto de la idea del complot y la insurrección que planean los personajes de las novelas elegidas. "Lejos de la escritura aristocrática de Lugones --señala en una entrevista con Página/12--, Arlt inscribe a sus personajes en un universo ganado por la angustia de la existencia, anticipándose a Sartre."

El director parte de la situación que plantea Arlt: un grupo de hombres se reúne en un lugar marginal para imaginar un proyecto delirante que tiene por objeto la toma del poder. Los siete hombres lo tienen todo calculado: el dinero necesario para producir gas fosgeno --el arma mortífera elegida para reducir a las fuerzas que se les opongan-- provendrá de la explotación de una cadena de prostíbulos. Esta singular célula extremista alude, según analiza Bartis, a una situación básica de descreimiento de los valores sociales establecidos: "El amor, el trabajo, la felicidad son valores burgueses que parecen imposibles a estos hombres que viven sumidos en el aburrimiento y la angustia. Frente a la ausencia de Dios, creen que la salvación puede llegarles del dinero producido fuera de las reglas aceptadas socialmente".

Para Bartis, la idea del complot está directamente vinculada a la política, el poder y los discursos fundamentalistas. No comparte, según afirma, "la mirada ingenua de la izquierda argentina que ha analizado a los personajes de Arlt como productos de una realidad social", comprensivamente. Su propia lectura parece indicar que este grupo de hombres unidos tras un proyecto desmesurado puede aludir a diversas situaciones contenidas en la historia argentina. Desde los golpes militares que asolaron al país a los discursos enunciativos de la política en tiempos democráticos, pasando por toda forma de resistencia que implementan quienes intentan ir más allá de lo establecido.

De todos modos, y ya al margen de las alusiones concretas, buscó retratar ciertos "núcleos o leyes de funcionamiento social" que define como netamente argentinos: la necesidad de producir hitos fundantes, el culto al coraje, la identificación entre política y ficción, la oposición entre la verdad y el simulacro y la relación que existe entre la posesión del dinero y la locura. Los actores que interpretan El pecado... son siete, un número que, según Bartis, fue más producto del azar que de la necesidad de referirse a Los siete locos. Ellos son Alejandro Catalán, Gabriel Feldman, Luis Machín, Luis Herrera, Fernando Llosa, Alfredo Ramos y Sergio Boris. La escenografía corresponde a Norberto Laino, la música a Carmen Baliero y el vestuario y la iluminación son obra de Gabriela Fernández y Jorge Pastorino, respectivamente.

--Usted suele afirmar que en el teatro argentino existe un lenguaje dominante, al cual se opone. ¿Cómo es ese teatro hegemónico?

--Nosotros lo llamamos "teatro representativo", y es aquel que sostiene que lo teatral es una historia que se desarrolla, en la que el carácter de cada personaje está determinado psicológicamente, atrapado en sus límites morales y en función de la narración.

--Pero su teatro también narra historias. ¿Cuál es la diferencia?

--En lo que yo llamo "teatro de estados o de fricción", además del relato literario existe también un relato propio de la actuación. Este es un territorio que pertenece al actor. Es un campo en el que se producen acontecimientos a partir de la combinación de intensidades, texturas y velocidades diferentes que no solamente contribuyen al plano estético sino que también se relacionan con el sentido.

--Muchas veces se ha referido también a las similitudes y diferencias entre la política y el teatro.

--Para mí, el teatro es una actividad emancipadora porque permite entrar en contacto con fuerzas poéticas, nobles, que generan belleza y vitalidad y que colocan al actor en una situación de trascendencia. La política, en cambio, recurre a la ficción por vocación perversa. Las dos actividades reivindican la construcción de una realidad, pero mientras que el actor puede producir un corte con la ficción, en la política no existe la posibilidad de abandonar el rol. Además, los políticos tienen un libreto único...

 

"No tengo un compromiso"

El ofrecimiento por parte del Teatro San Martín de coproducir El pecado..., así como la invitación a realizar dieciséis funciones en el lugar antes de su gira por España, fue en realidad un hecho inesperado para Ricardo Bartis: un día, Kive Staiff, el actual director del teatro, se acercó a su estudio de Villa Crespo para presenciar un ensayo de la obra, y la buena impresión resultante provocó que hiciera la oferta. Bartis, quien tuvo una actitud muy crítica sobre el funcionamiento del San Martín en 1992, mientras presentaba allí su espectáculo Hamlet o la guerra de los teatros, reflexiona hoy: "El San Martín debería ser un espacio de expresión teatral de la ciudad, independientemente de la opinión crítica que tengan los actores y directores sobre el funcionamiento de las estructuras culturales de la ciudad. Yo agradezco este ofrecimiento que es todo un privilegio, pero no voy a dejar de formular críticas por el hecho de estar otra vez en el San Martín: yo mantengo mi libertad de opinión respecto de cómo se implementa la política cultural oficial, con la que no tengo ningún compromiso", cierra.

 

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