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Ser y matar


Por José Pablo Feinmann

 

t.gif (67 bytes)  Todos o casi todos o muchos o muy pocos --ya no se saben bien estas cuestiones-- conocen a Erdosain, el personaje de Roberto Arlt. En cierto momento, Erdosain concibe una idea grandiosa: cometer un asesinato. Si lo hiciera, todos los códigos del mundo se habrían escrito para él; su acto los convocaría. Su existencia dejaría de ser gris e insustancial para convertirse en el referente de los más grandes desvelos de la humanidad: impedir la existencia del asesinato. De mísero personaje sin linaje, sin historia, pasaría a convertirse en heredero de Caín.

Para un excluido del sistema de libre mercado basta con comprar un revólver para transformarse en un delincuente y sentirse otra vez incluido en la sociedad que lo había expulsado como ciudadano. Ahora pertenece otra vez a ella, sólo que en el modo de la delincuencia. Si antes no tenía un trabajo, ahora lo tiene. Si antes estaba abatido, hundido en la depresión, ahora lo vigoriza un odio sin fronteras. Si antes era un derrotado, un subhombre, ahora le temen. Si antes era inofensivo, inoperante, un desecho marginal y triste, un número arrojado al canasto, un desdichado más en la cola de los desdichados que buscan trabajo, ahora es agresivo, ofensivo al extremo, brutal. No padece la desdicha, la provoca.

El delincuente criminal asume la cara desembozada y cruel del sistema de exclusión. Cruel, irracional y generalizada. No odia --como odiaba el antiguo obrero explotado-- a los patrones. Odia a todos. A todos los que aún tienen trabajo. A todos los que tienen una casa. Una familia. A todos los que tienen las cosas esenciales de las que él fue privado. Odia, también, la vida, porque piensa que se la han quitado.

Sólo se siente --otra vez-- parte de la sociedad cuando la agrede, cuando la lastima, cuando la hiere en el corazón de cualquiera de sus representantes. Aun cuando sea el kiosquero de la esquina o un pequeño propietario a quien seguramente le aguarda un destino simétrico al suyo, ya que tal vez mañana lo expulsen del trabajo que aún --escasamente-- le permite sostener lo que tiene.

Así las cosas, el delincuente criminal --con sólo tener un revólver, con sólo matar-- ocupa la centralidad en el sistema que lo había escupido de sí. Vuelve a tener un ser: se siente alguien, alguien temido, odiado, perseguido, pero alguien. No se sentía así el día en que lo echaron del trabajo.

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