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La guerra que Bill Clinton le acaba de declarar al terrorista multimillonario árabe Osama bin Laden no sólo va a ser larga sino también una operación de final inquietantemente abierto, un conflicto donde el frente va a aparecer sorpresivamente en cualquier parte, y cuya duración se proyecta en el tiempo de modo indefinido. Es una guerra en cierto modo interminable, pero a la que Estados Unidos no podía sino comprometerse, porque lo contrario implicaba hacer lo que hizo Ronald Reagan en 1983 cuando retiró a sus fuerzas del Líbano después del gigantesco ataque montado al cuartel de los marines, con centenares de muertos: aceptar que los terroristas dicten los límites de la presencia norteamericana en el mundo, precisamente lo que quiere Bin Laden cuando dice que va a expulsar a Occidente --y en particular a Estados Unidos-- de Oriente Medio. Sin embargo --como queda claro con lo que hizo Reagan-- también es posible que Estados Unidos elija en un momento esta segunda opción, contando además con el aliviado apoyo de su aislacionista ciudadanía. Pero en esta guerra no todo queda claro. La insistencia de Clinton en subrayar que se trata de un ataque contra individuos y organizaciones pero no contra Estados suena, por lo menos, desorientadora. Porque esos individuos y organizaciones encuentran santuario en estados bien concretos, y en el caso de Bin Laden, el gobierno talibán en Afganistán ha hecho claro que no lo entregará. Aun más: tanto Afganistán como Sudán albergan numerosos campos de entrenamiento de fuerzas terroristas, y no sólo de la zona. La idea de diferenciar entre la responsabilidad del terrorista y la del Estado que le permite que ensaye y dirija desde allí sus ataques parece extraña, a no ser que EE.UU. siga seducido con el gasoducto que una de sus compañías quiere construir allí --en cuyo caso, la guerra antiterrorista será muy poco seria, y susceptible de ser torcida por cualquier interés--. No obstante, las operaciones de Afganistán y Sudán exhiben sólo la
cara más visualmente espectacular de esta guerra. La parte más importante se librará en
otro lugar: en la oscuridad, concentración y secreto de los servicios de inteligencia.
Tarde o temprano, las recaídas en la ilegalidad son inevitables, incluyendo todo el
repertorio propio de los servicios de inteligencia: chantaje, coerción, tortura y
asesinato, para citar sólo los clásicos. Y abarcando parte del repertorio del enemigo,
porque el antiterrorismo también es terror. Ese es el gran cambio para EE.UU. |