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Pero en esta guerra no todo queda claro. La insistencia de Clinton en subrayar que se trata de un ataque contra individuos y organizaciones pero no contra Estados suena, por lo menos, desorientadora. Porque esos individuos y organizaciones encuentran santuario en estados bien concretos, y en el caso de Bin Laden, el gobierno talibán en Afganistán ha hecho claro que no lo entregará. Aun más: tanto Afganistán como Sudán albergan numerosos campos de entrenamiento de fuerzas terroristas, y no sólo de la zona. La idea de diferenciar entre la responsabilidad del terrorista y la del Estado que le permite que ensaye y dirija desde allí sus ataques parece extraña, a no ser que EE.UU. siga seducido con el gasoducto que una de sus compañías quiere construir allí --en cuyo caso, la guerra antiterrorista será muy poco seria, y susceptible de ser torcida por cualquier interés--. No obstante, las operaciones de Afganistán y Sudán exhiben sólo la
cara más visualmente espectacular de esta guerra. La parte más importante se librará en
otro lugar: en la oscuridad, concentración y secreto de los servicios de inteligencia.
Tarde o temprano, las recaídas en la ilegalidad son inevitables, incluyendo todo el
repertorio propio de los servicios de inteligencia: chantaje, coerción, tortura y
asesinato, para citar sólo los clásicos. Y abarcando parte del repertorio del enemigo,
porque el antiterrorismo también es terror. Ese es el gran cambio para EE.UU. |