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Por Martín Pérez desde Santiago de Chile Sucedió aquí, y seguramente también sucederá hoy en Buenos Aires: por más que esa revolución electrónica llamada Prodigy sea antes que nada una creación de un tecladista y programador llamado Liam Howlett y que el contagioso cantante de casi todos sus temas sea un tal MC Maxim, la mayor ovación siempre se la lleva un Demonio de Tasmania rocker llamado Keith Flint. Cuando aparece, el teatro Monumental de Santiago parece venirse abajo. Protagonista del video que llevó a la fama al grupo, Flint es sinónimo de Prodigy en todo el mundo. Un electropunk desagradable, que disfruta excitando a los que entienden el chiste, y escandalizando a los que no. Al menos él es la razón por la cual el diario chileno Las Ultimas Noticias tituló "Bailando con el diablo" su crítica del show. El doble peinado mohicano (doble punk) que luce Flint sobre el escenario en esta gira sudamericana, junto a la presencia de un baterista y un guitarrista --que parece un Sid Vicious rubio sólo dedicado a acoplar su instrumento-- que flanquean el amplio rack de teclados de Howlett, terminan de dibujar una contundente presencia rocker para un show en vivo que se asemeja a una bestial fiesta rave. Si el éxito de las mega raves en Buenos Aires está conformado por un cincuenta por ciento de curiosos y otro cincuenta de bailarines, en un show de Prodigy el público es ciento por ciento espectador y espectáculo al mismo tiempo. Su música se siente físicamente --en el teatro Monumental, al menos, los omnipresentes subbajos de su música lastimaron oídos y se sentían hasta en la ropa-- y pese a la prepotencia jamás pierde su groove al punto que se hace imposible rechazar su invitación al baile. Por más que suene a herejía, Prodigy en vivo responde casi literalmente a una frase de Los Redonditos de Ricota: te cura o te mata. Y siempre es posible entregarse a la primera opción. Contundentes, excitantes e hipnóticos, los ingleses presentan un set que recorre casi íntegramente su último álbum, The Fat of the Land. Al centro de una fascinante escenografía que por momentos recuerda a un Tren Fantasma, están los teclados de Howlett: un Keith Emerson electrónico con el pelo bien corto. A su izquierda, un baterista (Kieron Pepper) que no deja de acompañarlo durante todo el show, y a la derecha esa guitarra de Gizz Butt que aparece y desaparece según el tema. Delante de ellos, Maxim carga con todo el peso del show. Y lo hace con gusto: rappea con ganas, gruñe y grita la letra de cada tema, y cada vez que sonríe brillan sus dientes de metal. Keith Flint y Leeroy Thornhill acompañan a Maxim. Keith es el pirómano de "Firestarter" (antes de ese tema sólo bailaba), y el espigado Leeroy apenas si acompaña con sus pasos de baile en casi todos los temas. Su devenir, sin embargo, resulta poco menos que fundamental para explicar el show del grupo. Que tiene la lógica del baile, la terquedad idiota que también caracteriza al rock, y la rebeldía del punk. La música de Prodigy transforma a quien la escucha en un Bruce Lee adolescente con ganas de tirar patadas al aire, y al mismo tiempo sus bajos se sienten en el fondillo de los pantalones como el acople y el solo de la guitarra más rockera. "Yo tengo el veneno, yo tengo el remedio", canta Maxim en "Poison" (un tema del segundo disco, Music for the jilted generation) al promediar el show, y no suena para nada pretencioso. Es literal: duelen los oídos, y sólo dejan de hacerlo cuando se comienza a bailar. Cuando se acepta el remedio. Los chicos de Howlett conocen sus límites, y es por eso que su show es tan corto como
contundente. Así fue al menos en su presentación en Santiago, ante 4 mil personas. En
poco más de una hora, al grupo le alcanzó para deplegar todos sus hits: el contagioso
"Funky Shit", los esperados "Firestarter" y "Smack my bitch
up", y el cierre para el más reciente, "Fuel my fire". En el medio se
destacaron la literalidad de "Mindfields" ("Esto es peligroso/ camino a
través de campos de la mente/ así que mirá a tu cabeza rockear") y la sorpresa de
"Ghost Town", un cover de The Specials que sonó como un reggae posnuclear. El
final no llegó con silencio, sino que el vacío escenario/nave espacial dejó escapar
música de fondo y encendió todas sus luces. Llegó un momento en que el público dejó
de asemejarse a extras de Encuentros cercanos del tercer tipo hipnotizados por el
descubrimiento y se convenció de que el show había llegado a su fin. En esos sesenta
minutos Prodigy comenzó el fuego, golpeó a su puta y destiló su veneno en el
Monumental, una suerte de mini Obras circular, el mismo escenario santiaguino en el que
los Sex Pistols terminaron su gira mundial. Claro que el electropunk de Prodigy no es el
final, sino apenas el comienzo para el público punk, rocker y dancer que se reunió en
paz en Santiago para protagonizar su esperado encuentro cercano, sin atreverse a dejar de
bailar. |