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Era la única panadería del barrio. Barrio apartado y pobre. La mujer se levantaba a la par del panadero, cuatro de la mañana, para cebarle mate mientras él recibía al repartidor del pan y las pocas facturas necesarias. El panadero sólo hacía los churros. Comían churros tomando mate. Al rato la mujer despertaba a su hija de 10 años, hija habida en un matrimonio anterior de la mujer y que el panadero trataba como suya. Mientras la mujer se quedaba atendiendo el negocio, el panadero iba en triciclo llevando una enorme canasta de churros para que la chica, que lo acompañaba en bicicleta, vendiera en la puerta de la fábrica de jabones. Allí se quedaba el panadero junto a la chica vendiendo churros a los obreros hasta que llegaba el amigo kiosquero y abría el negocio. El panadero, dejaba a la chica al cuidado del kiosquero, a quien la chica llamaba "tío", y retornaba en el triciclo para ponerse al frente de la panadería. Una vez que la chica vendía todos los churros, ordenaba la canasta en la bicicleta y, después de darle un beso al kiosquero, volvía a casa. Si no había hecho los deberes la tarde anterior, lo hacía en ese momento, caso contrario ayudaba en la panadería. Luego del almuerzo iba a la escuela. El panadero, ya a la tarde, encargaba el negocio a la mujer y, como lo hacía cotidianamente, se disparaba al hipódromo a tirar la ganancia diaria. Según le fuera con los amigos, existía la obligación de cenar o no, llegaba tarde o "a hora", nunca temprano. En la buena época iba y venía en taxi, aunque nunca ganara en ninguna carrera. Pero ya pasado el tiempo, y con la realidad apretando imperiosamente, iba y venía en colectivo, lo que era menos cómodo. Esta pasión, el panadero la combinaba con la quiniela clandestina. De tanto apostar día a día, y nunca ganar, se hizo amigo del levantador. Un día el levantador fue levantado en vilo por un auto y murió. En el velatorio, al panadero se le presentó un hombre mayor que lo saludó muy amable presentándose como amigo del alma del muerto y, por triangulación de hecho, amigos comunes, ya que él era justamente la tercera pata del trípode, es decir lo que vulgarmente se conoce como capitalista. Este, haciendo un brindis por el muerto, convenció al panadero para que ocupara el lugar del amigo ido. Las ventajas que tenía el panadero eran notables: la panadería era un lugar ideal para dicha actividad, los clientes además de comprar el pan harían su apuesta ahí mismo y él no tendría que andar de un lado a otro. No lo pensó mucho y agarró viaje. Cuando se lo contó a la mujer, a ella no le gustó la idea, pero tuvo que aceptar. En la primera etapa la cosa pintó bien. Pero él, engolosinado, hacía sus trampitas con el dinero de los clientes y lo gastaba en los burros. Siempre salió del paso porque su mujer trabajaba a destajo y le sustraía algunos pesos a sus espaldas que servían para cubrirlo cuando él se encontraba en falta. Lo que el panadero no sabía era que la ventaja de levantar quiniela clandestina tenía su contraparte. Y era que, de tanto en tanto, el capitalista debía entregar a uno de sus levantadores para que pasara unos días entre rejas. Al panadero esto no le cayó bien, pero no había manera de desligarse. Persuasivo, el capitalista lo convenció de que era un trámite sin importancia. Para asegurarle esto, le habló bajo y cerca de la oreja: --Ojo, que lo que te voy a decir queda entre nos ¿eh?: el comisario es mi socio. Vas a estar como un rey. El tiene que hacer ver que cumple ¿te das cuenta?... El panadero se dio cuenta y un lunes vino el patrullero y se lo llevó con toda cortesía. La mujer casi se desmaya, pero mantuvo el equilibrio cuando se dio cuenta de que una cliente quería aprovechar para irse sin pagar. La hija intentó visitarlo pero él no quiso que ella lo viera en esas trazas, así que le llevaban la comida y la dejaban en mesa de entradas. Y fue costumbre. La chica entró al secundario y el panadero ya no tenía el mismo ánimo de antes. Se sentía cansado de no tener suerte nunca: no le quedaba ganancia del negocio, que sólo atendía para levantar juego, ni podía ganar a los burros cuando iba por las tardes. Esta depresión psicológica, acentuada por el paso de los años, también se manifestó en el mal estado físico. Desde afuera todo se veía bien, pero desde adentro la familia trastabillaba. Los años pasan y todo lo que se mantiene vivo se deteriora. Mientras existió el optimismo se disimularon carencias, esfuerzos, debilidades. Pero cuando la relación chispeó la pareja inició el natural ajamiento que culminó en excepcional trifulca incluyendo contundentes elementos voladores. La incomprensión fue mayor y en un arranque de conducta, la mujer abandona al panadero y va a vivir, junto con su hija, a lo de una hermana. Pasa el tiempo. La hija se independiza apenas entra a la facultad. La mujer, sola, intenta volver con el panadero que, por teléfono le dice que no, que todo ya está terminado. Ella intenta recuperar algo para vivir. Pone abogado que, por supuesto, le saca los pocos pesitos que le quedaban. El panadero pretexta que ella hizo abandono de hogar y no tiene derecho al pataleo. Ninguneada, estafada en el corazón y el hambre, buscando consuelo, la mujer va a visitar a una ex cliente amiga del barrio que, pasados los minutos preliminares y acabado el té con galletitas, le informa. --Y, él... tu hija... son pareja, lo sabe todo el mundo. Dicen que está embarazada.
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