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Por Eduardo Fabregat ![]() Quizá la cuestión central de esta visita internacional a Buenos Aires sea su sincronía con lo que está agitando en el resto del mundo. The Prodigy está sonando hoy, y sus hits aún están como recién salidos del horno. Tanto, que en el show del miércoles provocaron reacciones más eufóricas Breathe, Smack my bitch up lejos, su hallazgo más valioso y el poderoso final de Fuel my fire que Firestarter, un tema estrenado en formato de single hace casi tres años. De algún modo, el terrorismo sonoro propuesto por el cerebro Liam Howlett y el carismático Keith Flint le quita razón de ser a experimentos similares de grupos como Jesus Jones o EMF, que a principios de los 90 dieron una pauta válida pero no se atrevieron a recorrer todo el camino. Carente de escrúpulos, la banda que completan Maxim, Gizz Butt (guitarra), Kieron Pepper (batería) y Thornhill (que es presentado como bailarín, pero sería más atinado definir como caminador de escenarios) va al fondo del asunto y se solaza en un ejercicio autocomplaciente de salir a asustar. Eso es todo, y no hay medias tintas: se compra o se deja. A Prodigy, también, se lo presenta como una versión fin de siglo del punk, y finalmente la teoría tiene cierto asidero. Por la virulencia de su sonido, pero también por la arrogancia de sus cultores... y sus habilidades musicales. Más allá de la capacidad de Howlett para dominar la tecnología, el grupo presentó dos instrumentistas del montón que podían pifiar a gusto, dado el sostén sonoro y dos cantantes de garganta tan privilegiada como la de Johnny Rotten. Con ello, claro, se las arreglaron para conmover el lugar, ganarle a cualquier deficiencia acústica por prepotencia de volumen y dejar a la gente pidiendo agua. En diez años será sólo una anécdota. Pero al menos será una anécdota disfrutable.
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