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Prodigy, el oficio de salir a asustar

El grupo inglés condensó en un show corto su gusto por el sonido más prepotente que pueda ofrecer hoy la escena del rock internacional.

Keith Flint no es un cantante prodigioso ni buen bailarín, pero tiene un carisma indiscutible.
The Prodigy tocó sólo 70 minutos, pero no fue necesario más: sonaron todos los hits, a volumen brutal.

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Por Eduardo Fabregat

t.gif (67 bytes) El show de Prodigy se acercaba a su final cuando sonó una de las introducciones más “convencionales” de su repertorio, abriéndole paso a “Mindfields”. Entonces Maxim, ese morocho cuya sonrisa de dientes metálicos produce escalofríos, pronunció la frase que bien podría condensar el espíritu de lo entregado por él en Parque Sarmiento: “This is dangerous”. Lejos de cualquier operación de marketing alrededor del fenómeno rave/electrónico, Prodigy es efectivamente peligroso. Peligroso por un sonido que atropella sin miramientos y hace realidad la metáfora de “despeinar” a la audiencia. Peligroso por un juego de luces que simula las explosiones de un viaje alucinógeno. Peligroso porque invita al incendio, al dejarse ir, al salto desaforado. Y peligroso, también, por la obsesiva repetición de un único recurso artístico que lleva a la decisión de presentar un show corto, golpear en el vientre de las 4200 personas presentes y marcharse. Una decisión al cabo saludable: dos horas de Prodigy tendrían cincuenta minutos de más.
Quizá la cuestión central de esta visita internacional a Buenos Aires sea su sincronía con lo que está agitando en el resto del mundo. The Prodigy está sonando hoy, y sus hits aún están como recién salidos del horno. Tanto, que en el show del miércoles provocaron reacciones más eufóricas “Breathe”, “Smack my bitch up” –lejos, su hallazgo más valioso– y el poderoso final de “Fuel my fire” que “Firestarter”, un tema estrenado en formato de single hace casi tres años. De algún modo, el terrorismo sonoro propuesto por el cerebro Liam Howlett y el carismático Keith Flint le quita razón de ser a experimentos similares de grupos como Jesus Jones o EMF, que a principios de los 90 dieron una pauta válida pero no se atrevieron a recorrer todo el camino. Carente de escrúpulos, la banda que completan Maxim, Gizz Butt (guitarra), Kieron Pepper (batería) y Thornhill (que es presentado como “bailarín”, pero sería más atinado definir como “caminador de escenarios”) va al fondo del asunto y se solaza en un ejercicio autocomplaciente de salir a asustar. Eso es todo, y no hay medias tintas: se compra o se deja.
A Prodigy, también, se lo presenta como una versión fin de siglo del punk, y finalmente la teoría tiene cierto asidero. Por la virulencia de su sonido, pero también por la arrogancia de sus cultores... y sus habilidades musicales. Más allá de la capacidad de Howlett para dominar la tecnología, el grupo presentó dos instrumentistas del montón –que podían pifiar a gusto, dado el sostén sonoro– y dos cantantes de garganta tan privilegiada como la de Johnny Rotten. Con ello, claro, se las arreglaron para conmover el lugar, ganarle a cualquier deficiencia acústica por prepotencia de volumen y dejar a la gente pidiendo agua. En diez años será sólo una anécdota. Pero al menos será una anécdota disfrutable.

 

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