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Sale a la luz el pasado más oscuro de Mme. Duras

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Marguerite Duras (aquí junto a Gérard Dépardieu) habría seducido al delator de su marido.
Una extensa biografía, que antes de aparecer origina polémicas
en Francia, asegura que durante los años de la ocupación nazi
participó de una extraña ronda de sexo, mentiras y traiciones.


Por Octavi Marti  desde París

t.gif (67 bytes) Haber convertido la propia vida en materia de ficción literaria, haber escrito incansablemente sobre sí misma, sobre su pasado en Indochina o su terrible experiencia en la Resistencia a los nazis, sobre sus amantes o su dependencia del alcohol, no basta para proteger la intimidad de los biógrafos. Eso es lo que pensaría sin duda Marguerite Duras si pudiese leer las 640 páginas que Laure Adler dedica a su vida en un libro que la editorial Gallimard sacará a la venta en Francia el próximo miércoles.
Antes de llegar al público, Marguerite Duras desató en Francia una importante polémica, lo que hubiera alegrado a la autora, que no ahorraba elementos para generar reacciones. Al escritor español Jorge Semprún, por ejemplo, lo presenta en el libro como un delator. ¿Por qué? Sencillamente por haber denunciado ante el Comité Central del Partido Comunista Francés (PCF) las formulaciones críticas y revisionistas pronunciadas por Duras, su marido Robert Antelme y su amante Dionys Mascolo, en el transcurso de una reunión de célula celebrada en mayo de 1949 en un bar. Estos distinguidos militantes se burlaban de la dirección intelectual del PCF y de la doctrina del realismo socialista.
Semprún, a través de Le Monde, desmintió la semana pasada esta versión de los hechos, entre otras cosas porque él no pudo dar parte de una reunión a la que no asistió. Es su memoria, su recuerdo, contra el recuerdo de otro, aunque en su respuesta Semprún aporta datos que se diría confirman que no es él quien confunde fechas y personas. Obviamente, el aspecto más conflictivo de Marguerite Duras es su relato del comportamiento de la autora de El amante en el momento en que la Gestapo detiene a su marido. Duras, que murió en marzo de 1996, formaba parte de la misma organización clandestina que Maurice Merlau-Ponty, Raymond Queneau, Jacques Audiberti, Robert Desnos, Michel Leiris y Edgar Morin, dirigidos todos por un tal Morland, es decir, Francois Mitterrand. Según el libro, Antelme fue denunciado por Charles Delval, un colaboracionista. Duras lo descubrió y durante varios días acudió a los locales de la Gestapo en París para saber algo de su esposo y contactar con Delval. Con éste se estableció una relación turbia, en la que él simulaba poder interceder por Antelme, y Duras simulaba creer en su buena fe. Ella le concedió sus favores, aunque nadie sabe hasta dónde alcanzó su amabilidad. Luego, una vez que París fue liberado, Duras habría organizado la caza de Delval, participado en su tortura y su testimonio ante el juez habría sido –parece– definitivo para que lo condenaran a muerte.
Mientras sucedía todo esto, mientras Antelme era deportado a Buchenwald, mientras Duras seducía a Delval para luego dirigir su interrogatorio, Dyonis Mascolo, amante de Duras y amigo de Antelme, entraba en contacto con Paulette Delval, la mujer del gestapista, y la seducía a su vez. De estos amores nacería un hijo, como también nacerá otro –Jean Mascolo– de la historia entre Dyonis y Marguerite, hoy heredero de los derechos de la obra de su madre y moderado censor –50 líneas desaparecidas– de la biografía. Todo esto, en gran parte, contó ya la propia Duras en La douleur, un texto en el que aparecen todos los personajes con los nombres cambiados pero que relata lo sucedido, las complejas relaciones de dependencia entre víctima y verdugo. Adler, con la ayuda ya desmemoriada de Mitterrand, la selectiva de Marguerite cuando aún estaba viva y el derecho a consultar los archivos inéditos de la escritora una vez que falleció, intentó completar esta ronde ante la que se hubiese echado atrás el mismísimo Schnitzler.
La biógrafa trabajó rápido –no habrá dedicado más allá de tres años a escribir esos centenares de páginas–, pero parece haberlo hecho contando con suficientes medios, tanto por las ya citadas facilidades documentales como por un respaldo editorial que le permitió viajar hasta Vietnam para intentar reconstruir el rastro de madame Donnadieu, esa madre desesperada que intenta salvarse de la ruina, que se enfrenta al océano con sus manos levantando con arena un dique inútil con que proteger unos terrenos que finalmente no valen nada y condenan a sus hijos a una vida aventurera.
Pero el libro no sólo son los dramáticos episodios de guerra o los tragicómicos de enfrentamiento con el PCF. También explica cómo hacía Marguerite para quitarle un novio a Simone de Beauvoir, lo que hay de cierto y de leyenda en El amante –según la biógrafa, la joven Duras se habría prostituido en Indochina muy probablemente una sola vez, para ayudar a su madre–, su disgusto ante los films que Resnais, Peter Brook o Richardson hicieron a partir de sus textos, sus comas etílicos, su pasión por el cine, el entusiasmo incomprensible que despertaban en ella personajes como Bernard Tapie, la amistad y admiración que siempre tuvo para con Mitterrand o el amor que sentía por su último compañero, el homosexual Yann Andréa. La vertiente estrictamente literaria, el mérito de una escritura cada vez más esencializada, cosida a mano, que alcanza lo sublime rozando muchas veces lo ridículo, no es lo que más interesa a Adler. Y mejor que sea así porque sin duda no es la persona más adecuada para abordar la cuestión.

 

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