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Por Hilda Cabrera ![]() Por lo tanto, conviene que el espectador llegue hasta la sala de la calle Humahuaca munido de algún dato. Por ejemplo, que el príncipe Hamlet, azuzado por el espectro de su padre ex rey de Dinamarca, asesinado por su hermano Claudio, usurpador del trono y amante de la reina viuda Gertrudis ha prometido venganza. Sólo que, debido a su carácter indeciso y melancólico (escéptico, según la moda literaria de comienzos del siglo XVI), cavila y demora la ejecución del tío victimario. La confluencia de diferentes idiomas en un mismo espectáculo no es una experiencia nueva. Las más importantes compañías del mundo utilizan este recurso, a veces aprovechando las distintas nacionalidades de los artistas que integran sus elencos. Pero aquí el tema es saber qué pasa con este Hamlet, que lleva por subtítulo Lo mismo y lo otro, interpretado por actores y actrices nativos en varios idiomas, y no precisamente para explicitar el texto. ¿Qué ocurre con el público? ¿Alcanza a intuir qué cosas están en juego? La propuesta de Audivert (también adaptador junto a Ricardo Fehrmann, protagonista de Hamlet) exige un esfuerzo adicional al espectador, una tensión que por momentos se convierte en impotencia. Es cierto que las palabras, dichas en el idioma que fuere, poseen teatralidad, pero también lo es que la primera reacción del oyente es la de desentrañar su significado. No sucede lo mismo cuando un espectáculo se apoya casi íntegramente en lo visual (no es éste el caso), o se trata de montajes hechos por elencos extranjeros. Entonces el público sabe a qué atenerse: capta lo que puede, y llega incluso a maravillarse, como ha sucedido con los trabajos presentados años atrás en Buenos Aires por el fallecido dramaturgo polaco Tadeusz Kantor. Si la intención ha sido desarmar al espectador, este Hamlet... lo ha logrado. El público se queda sólo con retazos de una historia, imágenes de una traición que disgrega y de un poder obtenido a cualquier precio. Desterrado de la certeza de lo mismo se lee en el programa, exiliado en lo otro, Hamlet ha perdido su patria: la unidad. Lo que está en crisises la unidad de las cosas aclara el texto, explicando sí aquello de lo mismo y lo otro. La locura se ha declarado en la naturaleza exterior y amenaza con fragmentar a la interior. Lo imposible se hace posible; lo inmoral, moral. Todo es una representación falsa, llena de palabras. La crisis de Hamlet, al igual que la nuestra, es la crisis del héroe trágico que no sabe resolver su paradoja. La reflexión vale, para confrontarla con la propia a partir de lo que se ofrece en escena: un espacio atravesado por un enorme marco que los personajes trasponen casi de continuo, atados a una tragedia que se desarrolla a un ritmo vertiginoso, en contrapunto con la apatía (en cuanto a acción) de Hamlet. Aquí lo cómico se entrelaza con lo serio, y las actuaciones, ajustadas todas, no apuntan a lo mismo. No se integran ni conforman un único estilo. Algunas parecen distanciadas, otras próximas y singularmente expresivas, como la de Laura Zelaya componiendo a Gertrudis, y la de Daniel Kargieman como el chambelán Polonio, padre de Ofelia (Ana Izcovich), la enamorada que enloquece.
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