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El
avión me lleva ya de regreso. Y como es mi costumbre, leo, mientras la gente dormita, ve
cine o parlotea sin cesar sobre compras hechas. La señora que se sienta al lado acaba de
explicarme su visita a la catedral de Colonia, por su 750 aniversario. Me ha mostrado una
por una las estampas religiosas compradas. Se me ocurre comentarle: Cuántas misas
se habrán rezado, cuántas preces se habrán levantado hacia el altísimo, cuántas velas
se habrán prendido, cuántas piernas se habrán arrodillado en señal de sumisión y
pareciera que el mundo sigue igual, mire usted en Irlanda, católicos y protestantes se
deshacen a bombazos. Pienso proseguir con mis cavilaciones ante los 750 años de la
catedral de Colonia pero la señora no me ha contado todo eso para que yo venga ahora con
evaluaciones superadas, típicas de análisis anárquicos de principios de siglo. La
señora no me responde, me alcanza un caramelo y me dice, cortés: Voy a tratar de
dormir unas horitas así llego bien a Buenos Aires. Prosigo leyendo. Para el
regreso, nada mejor que Allá lejos y hace tiempo, de Guillermo Enrique Hudson. Recuerdo
cómo ese libro nos enseñó en la adolescencia lo que eran las pampas, sus pájaros, sus
ombúes, sus perfumes, sus colores. Eramos un pequeño grupo de amigos que nos largábamos
a caminar, de Magdalena a Ranchos, por ejemplo. Ahí vamos, llenos de sol, de tierra, de
rocíos. Me veo con las ropas nada deportivas de ese entonces, la mirada confundida entre
el cielo y la pampa, tocar con la mano allí donde se unían. Pero también la historia de
esa pampa, historia de sangres, humillaciones y conquistadores y dueños. Sí, no había
que mirar demasiado confiado esos horizontes ni inhalar con avidez esos aires frescos y
puros, porque todo tenía dueño. El mismo Hudson en su bello libro, al hablar con
melancolía de su casona de los 25 ombúes, nos mete en el dolor y la tragedia cuando
recuerda que el antiguo propietario tenía entre sus esclavos a un joven negro muy
buen mozo que, debido a su belleza y su amabilidad, era el especial favorito de su
ama. Pero ese esclavo se aventuró un día, en ausencia de su amo, a acercarse a
ella y le habló de sus sentimientos. Cuando el marido volvió, la dueña le contó que el
miserable esclavo había abusado de su gentileza. El marido tenía un corazón
implacable y dio órdenes que el negro fuera suspendido por las muñecas de una rama baja
y horizontal del árbol y allí, a la vista de su amo y su señora, fue azotado hasta
morir por sus mismos compañeros esclavos. Su cuerpo maltrecho fue bajado y enterrado en
un profundo foso a corta distancia del último de la larga hilera de ombúes. Era el
espíritu de aquel pobre negro cuyo castigo había sido tanto más duro que lo que
parecía su ofensa, el que, según se suponía, se aparecía en aquel lugar. No era, sin
embargo, un fantasma convencional, que vagara por ahí envuelto en una sábana blanca;
quienes lo habían visto aseguraban que invariablemente se levantaba donde el cadáver
había sido enterrado, como una exhalación pálida y luminosa de la tierra y, adoptando
forma humana, flotaba lentamente hacia la casa y andaba errante entre los grandes árboles
o sentándose en una vieja raíz saliente permanecía horas enteras en una actitud
melancólica. Tal vez, el espíritu del negro sin nombre, de la finca 25 ombúes se encuentre en los ocasos pampeanos del otoño con el de Camila OGorman. ¿De qué hablarían? ¿De sus amores imposibles? Dejo el libro y miro la primera plana del General Anzeiger de Bonn. La foto de tapa muestra a centenares de niños negros del Sudán, ninguno sonríe ni muestra sus dientes blancos. El epígrafe de la foto dice textualmente: Siguen amenazados de muerte por hambre un millón y medio. Y después, en letra más pequeña, dice: Por la política mundial ignorados completamente en el sur de Sudán siguen corriendo peligro de muerte por hambre alrededor de un millón y medio de personas. Nuestra foto muestra niños sudaneses en un campamento de Toni. ¿Dónde van a parar los espíritus de los niños muertos de hambre? ¿Nos seguirán silenciosamente en nuestros pasos, nuestras lecturas, nuestros espejos? ¿En cada flor que miramos en nuestros jarrones, en nuestros jardines, en las vidrieras de las florerías, no sale una cabeza de negrito? Doblo el diario y se me presenta esa frase de Albert Einstein que aprendí de memoria cuando era estudiante: Habría dinero suficiente, trabajo suficiente, comida suficiente si repartiéramos con justicia las riquezas del mundo, en vez de convertirnos en esclavos de rígidas doctrinas económicas o de tradiciones inmovilistas. Pensé cuál podría ser la felicidad. Y me acordé del último domingo, que asistí al cruce multitudinario del Rhin. Es una fiesta popular que se lleva a cabo todos los años. Todos están invitados a tirarse al Rhin y cubrir la distancia que separa a los pueblitos de Erpel y Unkel. Esta vez participaron 570 personas que se tiraron al agua a las dos de la tarde en punto en las antiguamente sagradas aguas del padre Rin. Entre ellos cinco de mis familiares y cuatro de mis nietos. Era increíble, desde las barrancas parecían hormigas. Los barcos fluviales que disminuyeron sus marchas y se pegaron bien al margen izquierdo tocaban sus sirenas y los pasajeros cubrían las bordas y saludaban. Llegaron absolutamente todos y fueron recibidos con aplausos, con una banda que tocaba canciones populares y, por supuesto, los infaltables puestos de salchichas y cerveza. Una verdadera alegría popular. Pero para los viejos y los que conocen historia, el trayecto presentaba una gran mancha de tristeza. Cuando los nadadores cruzaron el puente de Remagen, los que saben volvieron la mirada al lugar del campo de prisioneros que, muy cerca de allí, establecieron los norteamericanos en 1945, y en el cual murieron centenares de jóvenes soldados alemanes de hambre, frío y pestes. Eran los últimos que fueron enviados a sellar la locura. Claro, quien recuerda ese campo tiene que acordarse de Auschwitz, Bergen Belsen y la muerte de miles de prisioneros rusos. La historia de la infamia. Pero no se ha aprendido nada, siguen resonando los tiros en todas las latitudes y meridianos. Me viene a la memoria otra vez Einstein: De ninguna manera debemos permitir que nuestros empeños y pensamientos en pos de un trabajo constructivo sean mal utilizados. Soy de la misma opinión que el gran americano Benjamin Franklin, quien dijo: nunca hubo una guerra buena ni jamás habrá una paz mala. Los niños de Sudán, los niños de Kosovo, pero también los niños de la miseria en las barriadas latinoamericanas. Los alemanes tienen muy pronto elecciones nacionales. Están asustados porque el coloso ruso amenaza con caer estrepitosamente. Y eso nunca es bueno para los vecinos. Los hacedores de la política internacional se preguntan si no hubiera sido mejor que... no, esas preguntas no se hacen en política. Ahora vamos a ver quién le pone el cascabel al oso. Para las elecciones alemanas, los pronósticos hablan del primer puesto para los socialdemócratas. Quien va a ser el ministro de Economía si gana ese partido es un empresario joven y dinámico, Jost Stollmann, que se precia de haber estudiado en Estados Unidos. Acaba de cerrar su discurso con estas palabras: Mi credo es: nuevos pensamientos abren nuevos caminos. Por eso debemos descubrir nuestros nuevos y propios caminos y ser tan buenos como nosotros solos podemos serlo, fieles a la fórmula que aprendí durante mi estada en América: Be the best you can be. ¿Cinismo? ¿Más de lo mismo? Porque la verdadera pregunta es: ¿qué es lo bueno? ¿acaso para ganar dinero, para tener éxito? O para ayudar a lograr un mundo como lo expresó con tanta sencillez Albert Einstein: trabajo y alimento para todos. Hasta para los negritos del Sudán. La señora al lado mío, cuando sirvieron el desayuno me dijo que yo hablo en sueños.
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