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En Culture
of complaint (Cultura de la queja), Robert Hughes, nato en Sydney y crítico de
arte de la revista Time, consideró que Reagan, Bush y en general los presidentes
de Estados Unidos son, en verdad, emperadores. Sólo que -dice-- "a diferencia
de Calígula, el emperador no nombra cónsul a su caballo; le encarga la gestión del
medio ambiente, o lo designa juez de la Corte Suprema". La extensión de esa
práctica a otros países -la Argentina, digamos-- sería apenas un detallito más
de la tan mentada globalización. Pero el caballo de Calígula -que se sepa-- no se metía en política. No dictaminaba lo que había que recordar o no recordar. Nunca usó las instituciones públicas para secuestrar a la verdad privada. Nunca prohibió conocerla. Piafaba y masticaba su pienso -pensando en vaya a saber qué-- con el mismo apetito o parsimonia de cuando no vestía gualdrapa de seda, oro y piedras preciosas, es decir, de cuando era un caballo de verdad, sin imitación de género, sin sueldos altísimos, ni impunidad, ni privilegios, ni toga, ni miramientos otros que los debidos a un caballo. Que no son pocos, porque el caballo es un noble animal. También el ser humano podría ser un noble animal. De mi servicio militar en un batallón de caballería -que durante años me trajo pesadillas que me sacaban, cubierto de sudor, de sueños en que volvía a hacerlo-- recuerdo dos episodios sobre todo. El parto de una yegua en la caballeriza donde cumplía yo guardia nocturna, y el esfuerzo silencioso de la madre para traer al mundo al potrillito que prolongaría su estirpe y pocos días después ya casi andaba parado en cuatro patas que apenas soportaban su peso, mirando el campito del cuartel y los postes con argolla donde atábamos a los caballos después de la instrucción. Alguna vez me pareció ver en los ojos del potrillo el mismo espanto y el mismo asombro que seguramente asomaban en los míos. Pensé que también él era un conscripto obligado, sin sorteo, y que ningún Calígula le evitaría semejante condición. En el otro recuerdo galopa el Kessel nervioso, como era. Un caballo imposible. Era peligroso sacarlo del box: pisoteaba los borceguíes con ganas, mordía, daba coces cruzadas, como patada de vaca. En la instrucción que nos impartían en el picadero, el Kessel sabía empujar a su jinete contra las chapas inclinadas de la valla y conseguirle cortes del uniforme de fajina que llegaban a la pierna. Ahí entendí a mi padre, que soportó no más de siete meses en el arma de artillería del ejército zarista porque después de cada instrucción a caballo en silla de madera terminaba con las bombachas llenas de sangre. Yo no deserté. No siempre me tocaba el Kessel. Fue destinado, por indócil, al horno de ladrillos que, al fondo del cuartel, manejaba un civil que compartía las ganancias de mano de obra gratuita -soldados y caballos-- con el capitán de la unidad. Me daba pena ver al Kessel dar vueltas de noria pisando el barro entre sus compañeros de servidumbre. El barro le aplastaba el vuelo del galope sin misericordia alguna, ése que sólo podía ensayar a las 7 de la mañana cuando íbamos a buscar a los esclavos para montarlos en pelo y devolverlos a su calvario. En esos momentos el Kessel brillaba altivo y gris entre cielo y rocío, agitaba la crin en oleajes de protesta, huidizo y astuto como preso tentando una posible libertad. Era el último en ser atrapado y se dejaba entonces montar, ya no pateaba cruzado ni mordía, pero era evidente que se ponía cada vez más triste. El sol de enero lo cubría como a una estatua viva, con toques de oro y de milagro en las patas y la grupa. Siempre me pareció que alzaba la cabeza con desdén por su miseria. Lo quise mucho. Los demás pisaban el barro con el pescuezo en curva resignada. El, no: miraba el horizonte de frente, tal vez prometiéndole el encuentro algún día, alguna vez. O a lo mejor ya se encontraban de ese modo, el único posible desde la viscosa cadena de abajo. La mirada del Kessel era un lugar de libertad. Una tarde se le quebró una pata, sin cura posible, y hubo que matarlo. Un suboficial cuyo nombre recordaré jamás le pegó el tiro. Lo enterramos en el campito que hacía mucho ya no recorría. Días después encontramos su tumba violada: lo desenterraron los habitantes de la villa miseria de enfrente del cuartel y llegaron dichos de que se lo habían comido. Así de corta fue la inmortalidad del Kessel. A veces lo oigo todavía galopar. No fue cónsul ni juez de la Corte Suprema. No se metió en política. Nunca dictaminó lo que había que recordar o no recordar. Nunca usó las instituciones públicas para secuestrar a la verdad privada. Nunca prohibió conocerla, ni tuvo sueldos altísimos, ni privilegios, ni gualdrapa de oro, ni toga, ni miramientos otros que los debidos a un caballo. Quiso ser libre. Era un caballo de verdad.
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