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Los países occidentales --especialmente Alemania y Estados Unidos-- apostaron irreflexivamente a esta ruleta rusa en la ingenua creencia de que Yeltsin representaba a las fuerzas de la reforma, o era en todo caso el mal menor conteniendo a la reacción. Pero él y su gobierno eran la verdadera reacción, y esto en sentido literal. En los últimos siete años, el PBI cayó entre el 50 y el 83 por ciento, y la inversión de capitales un abrumador 90 por ciento. Un 75 por ciento de la sociedad vive por debajo de la línea de pobreza y la expectativa de vida masculina se ha encogido a 57 años. Salvo energía --de allí la preeminencia de Gazprom--, Rusia produce hoy muy poco, y su infraestructura está en ruinas. Está asimismo presente todo el cuadro de una economía en vías de subdesarrollo: hambre, reaparición de enfermedades suprimidas y aumento de la mortalidad infantil. Aún más preocupante, ha surgido el trueque como reemplazo de una moneda en disolución, en la que ya nadie cree. El horizonte de esta situación es la desintegración de la Federación Rusa, repitiendo perversamente la disolución de la Unión Soviética. Que también empezó con desabastecimiento y con evaporación de la moneda. Remontar esta pendiente será doloroso, y no es para nada seguro que los nuevos-viejos líderes en Moscú quieran hacerlo. Pero --de un modo u otro-- el futuro está signado por la hiperinflación, o bien por la hiperrecesión. En ambos casos, el resultado será una nueva caída del nivel de vida, por
desintegración de los ingresos o por desocupación masiva. La verdadera reforma sólo
puede aparecer después de ese disciplinamiento. |