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La canción del mar
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Por Diego Fischerman
El folklore de Mallorca, de Andalucía -y con ellos la tradición árabe de Argelia, Marruecos y Túnez- recorre las canciones de María del Mar Bonet. Una voz de timbre cálido que se deleita en el susurro pero que es capaz de la explosión y la fuerza, es el arma con que la artista enhebra cada uno de los textos, entrando en cada palabra y bordeándola con precisión. La afinación notable, que no se pierde en los melismas orientales ni en las inflexiones microtonales, completa una paleta de recursos que impacta por su simpleza. Canciones compuestas por ella y canciones tradicionales; palabras que recogen el humor ácido de un pueblo en una canción de cuna campesina ("ahora duerme, mi niña, que cuando seas grande no dormirás") y palabras propias, que se deleitan en la descripción tan cariñosa como descarnada de una tierra en la que la modernidad urbana convive con los modos y costumbres rurales ("lejos de las azoteas donde los gorriones se aman y cantan, y las monjas tienden los pecados de mundo y la ropa blanca. Y un fraile baila sobre el tejado, esperando emprender el vuelo, hacia el azul del cielo, las faldas al viento"). El mundo de María del Mar Bonet, como ella misma lo explica, es el del Mediterráneo; el de ese cruce de culturas norafricanas y sureuropeas -si es que se trata de cosas distintas--. La bandurria, el guitarrón o un cuatro importado de Venezuela, en manos de Javier Mas, evoca el clima por momentos cercano al flamenco, en ocasiones emparentado con la música de Grecia o las canciones de Nápoles, Sicilia y Cerdeña. Donde, en cambio, el guitarrista fracasa, es, extrañamente, en una música compuesta por él, con aire de jota de Aragón, de donde es oriundo. Allí el intento de virtuosismo en las rápidas escalas ornamentales le hace perder una y otra vez el ritmo, además de trabarse repetidamente en las notas veloces. En el resto de la actuación, lo suyo se engancha a la perfección con lo de la cantante, revelando un trabajo conjunto que lleva ya muchos años. La belleza de "El pi de Formentor", con texto del catalán Miguel Costa i
Lobera, de "La muerte de Margalida" o de la "Canció de na Ruixa
Mantells", son apenas algunos de los muchos momentos en que cierta sensación de
magia atraviesa el silencio ritual del público que colmó La Trastienda para ver y oír
la única actuación de María del Mar Bonet en Buenos Aires. Silencio apenas roto por los
aplausos y por la extraña intrusión de un personaje absurdo que con el tono de una
directora de escuela -la admonición encerrada en la pregunta-- inquirió una y otra
vez por qué la cantante utilizaba el catalán en lugar del español. La señora quizá
fuera una vieja franquista indignada y militante o tan sólo una desubicada. Tal vez
estuviera confundida con respecto al papel que le cabe al público en la definición
estética de los artistas -con la misma lógica se podría haber reclamado que la
cantante hiciera tangos, o heavy metal o música japonesa- o que, simplemente, se
hubiera equivocado de concierto. Pero Bonet, inalterable, siguió cantando en su idioma,
que es el catalán -y que de alguna manera es el único natural en sus canciones--
y, como para dejar claro su punto de vista, se refirió a España, cada vez que tuvo la
ocasión, como "el Estado Español", y a cada una de sus regiones, por ejemplo,
como "la Nación Catalana" o "el país de Aragón". Lo cierto es que
esta autora y cantante que lleva al mar como segundo nombre y a la que admiran desde
Serrat a Milton Nascimento (que compartió con ella una gira por Europa), pasando por la
almodovariana Martirio, demostró que en una canción hecha de pequeños gestos, en que la
expresión y la variedad descansan en las inflexiones sutiles, se encierra, también, un
mar de posibilidades. |