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DIALOGOS
PERSIGUIENDO DESESPERADAMENTE A ERNESTO SABATO
“La razón no sirve para la existencia”

Esta nota es la historia de un reportaje imposible. De la persecución del escritor-personaje Ernesto Sabato por la escritora María Esther Gilio a través del teléfono, el fax, el ferrocarril. El encuentro se produjo en Santos Lugares, y el diálogo que allí se enhebró sirvió para dar cuerpo a los retazos de conversación, monólogo y quejas que ya habían armado el universo del autor de “Sobre héroes y tumbas”.

Por María Esther Gilio

t.gif (67 bytes) La Universidad del Uruguay había decidido que le sería otorgado a Ernesto Sabato el título de Doctor Honoris Causa. Esto significaba que Sabato vendría a Montevideo y que todos los periodistas de cultura en la ciudad correrían tras él para lograr una entrevista. Sabiéndolo, hablé con una colega argentina. Si ella la conseguía, me trasladaría a Buenos Aires para tenerla publicada cuando él llegara. Poco después esta colega llamó a Montevideo y dijo que la entrevista estaba concedida. Viajé a Buenos Aires y mandé un fax a Sabato en el que me anunciaba, y le pedía que telefoneara, para así marcar día, hora y lugar. Al día siguiente, antes de las 8 de la mañana, Sabato telefoneó y dijo que era imposible aceptar la entrevista. Que habría deseado complacerme pero que no podía.
“Tengo 85 años y de pronto ocurren hechos que me destrozan, que me sumen en un dolor tan intenso que me imposibilita para este tipo de tarea. Usted sabe que Matilde, mi compañera desde hace 60 años, está muy enferma. Sabe que perdí un hijo hace un año y medio. Y en estos días otras cosas se han sumado, cosas terribles. No puedo, no puedo. Recibo 20 cartas por día que una querida amiga responde. Ocho, diez propuestas de entrevistas.” Sí, yo sé. Pero hace más de 15 años que usted dice que me dará una entrevista como premio a mi paciencia. “Bueno, sí, sí, sigo diciéndolo. Usted se va y alguna vez que venga lo hacemos.” Está bien, ¿cuándo? “Algún día, dentro de un año o dos, cuando yo esté menos dolorido. ¿Sabe que recibo 10 invitaciones diarias para la televisión, y cada 15 ó 20 días propuestas para ir a Europa? Pero no puedo ir” –dice, y queda en silencio–. ¿Por qué no puede? “Imagínese que yo estuviera allá tan lejos y a Matilde le pasara algo. ¿Se da cuenta de lo que le digo? ¿Lo entiende? Quiero saber si lo entiende. Si eso pasara yo no podría perdonármelo.” Entonces, ¿la entrevista? “Otra vez será.”
Un día más tarde le envío otro fax donde le comunico que estoy dispuesta a renunciar a la gran entrevista con que había soñado y me conformo con cuatro preguntas, tres. Incluso dos. A las siete de la mañana siguiente, Sabato llama y pregunta si la enviada todavía está allí. Sí, es con ella que está hablando. “Ah... sí, sí. Sí, –dice, y comienza a hablar como si se tratara de un amigo con quien habla frecuentemente–. ¿Usted sabe que soy anarquista? Cuando era muy joven fui comunista, llegué a secretario de la Juventud. Yo creía en la revolución –dice, y hace un silencio–. ¿Usted sabía eso? Y bueno, fui invitado a un congreso en Bruselas. Ahí me propusieron ir a la Unión Soviética a formarme en una escuela leninista. Me di cuenta de que allá me harían un lavado de cerebro. Era a mediados de los treinta y ya habían comenzado los juicios de Moscú. Me escapé a París. Había intuido lo que sólo se supo cabalmente 40 años más tarde. ¿No la desperté, verdad? Yo me levanto a las 5. Me hago un té y me meto al estudio a pintar.”
–A pintar cosas muy tristes. ¿Alguna vez pensó por qué sus cosas son tan tristes? A menudo las que escribe, las que pinta siempre. Los personajes de sus telas lanzan gritos de dolor y terror en medio de paisajes desolados.
–Pero... pero... pero... ¿de qué serviría la novela, la pintura, si no lograra encontrar el sentido profundo de la existencia del hombre? ¿De qué? ¿Conoce usted a algunos de los grandes que se proponga, simplemente, alcanzar la belleza? Claro que en la obra del artista hay belleza, pero detrás de ella está el dolor. Es una belleza golpeada, desgarrada por el dolor.
–Santiago Kovadloff dice que el acento, en sus novelas, recae sobre la existencia humana entendida, ante todo, como un dilema moral y metafísico.
–Humm...
–¿No le gusta?
–Sí, sí. Mire, hay una cosa que me importa. Quisiera dar esperanza a los jóvenes. Los jóvenes me preocupan. Un poco de esperanza, un poco.¿Usted sabe que yo soy anarquista? Anarquista cristiano. Sí, ya sabe. Bueno, hasta otro día.
–¡Sabato! No respondió a la pregunta que le hacía en mi fax.
–Yo mañana tengo una presentación en Buenos Aires. Ya ve cómo es la vida. ¿Quiere verme allí?
–Prefiero ir a su casa, en Santos Lugares.
–Quería evitarle el viaje en ferrocarril. A las 6 de la tarde y sólo tres preguntas. No lo olvide.
Santos Lugares a pesar de estar a sólo 40 minutos de Buenos Aires parece un pueblo de provincia. Pocos autos, plaza con iglesia, casas con jardín. En Santos Lugares todos saben dónde vive Ernesto Sabato. “Cerca de la vía, tres cuadras a la derecha, una a la izquierda. Ahora, ¿él la espera?”, dice el obrero de Ferrocarriles. “Porque a esta hora a él le gusta caminar hasta Sáenz Peña, hasta la estación anterior. El sabe hacer ese camino casi todos los días.”
La casa de Sabato, amplia y con una dignidad donde se rastrean viejas vidas más esplendorosas, está al fondo de un jardín sombreado por cipreses, gomeros y enredaderas. Una mata espesa, de hojas secas, cubre el suelo. Y a la izquierda un camino de baldosas blancas y negras conduce a la puerta de entrada. Por ese camino avanzo, y levantando la mano saludo a Sabato que, de pie, tras una ventana, me mira llegar. Aunque no sé si me ve.
En la habitación en penumbra Sabato sigue de pie mirando hacia afuera. Cuando entro se vuelve. Su rostro es el que conocemos de la televisión y las fotografías: sombrío, pesimista. Mientras nos saludamos me pregunto cómo hará para infundir optimismo a los jóvenes, cómo podrá pasar por encima de tanto pesimismo, para cumplir con esa misión que apasionadamente se propone. Lo pienso, pero aunque es una buena pregunta no la hago.
Casi a modo de saludo le cuento lo difícil que es elegir cinco o seis preguntas entre las 30 que tenía preparadas. Pero él no está distraído. “Tres o cuatro, tres o cuatro”, responde.
–¿Con cuál de sus personajes se identificaría hoy? ¿Martín Bruno, Juan Pablo? ¿O tal vez con alguna de las mujeres?
–¿Por qué hoy?– dice mientras ordena algunos papeles sobre la mesa.
–Porque han pasado muchos años y es posible que usted haya descubierto en ellos cosas nuevas que no había visto antes, cuando los creó. Usted cambió; ellos también cambiaron.
–Tendré que decirle, que salvo alguna excepción (una persona, por ejemplo, fue la inspiradora total de un personaje), todos los demás salieron de mi corazón. Todos son emanaciones de mi propia inconsciencia, que jamás engaña. –Se sentó, miró hacia el techo y quedó en silencio. Finalmente añadió: –El corazón de cualquier mortal es un conjunto de contradicciones, algunas aterradoras, como sucede con las pesadillas. Todos somos, no digo algunos, sino todos, una mezcla de bondad, maldad, ateísmo y espíritu religioso, generosidad y egoísmo, valentía y cobardía.
–¿Cuál de esos seres de ficción creados por usted le resulta el más querido?
–Hay varios, sí, sí varios –dice, y poniéndose de pie vuelve a mirar hacia afuera por la ventana–. Martín adolescente en Sobre héroes y tumbas. Y la sirvientita de la calle Reconquista, hotel de marineros. ¿Recuerda algo de eso?
–Sí, claro, la que lo salva del suicidio.
–Vive en un altillo, pobrecita, con un retrato de Gardel en la pared y una lámina de esas que parecen de un tratado de anatomía de Testut, donde Cristo muestra su corazón en el centro de su pecho abierto.
–También hay un retrato de Evita.
–Sí, le da un mate cocido caliente y trata de reanimarlo. “Niño, hay tantas cosas lindas en la vida, dice mostrándole el cajón de verduras donde duerme su hijito. Mire, aquí me dejan tenerlo conmigo. Tengo esta vitrola vieja y unos discos de Gardel. Hay tantas cosas lindas. Lasflores, los perros, los pájaros”. Cuando el pobre Martín se levanta ya no se suicidará como pensaba.
–¿Es ese pequeño personaje uno de los que más ama?
–Claro que sí, no se puede mentir en cosas tan graves, y mucho menos en personajes de ficción. A menudo he sido duro, sarcástico, peleador, pero también he podido sentir cosas tan sencillas y fundamentales como ésta de la pobre sirvientita inventada. Esta posibilidad es la que desde que era un adolescente me ha inclinado hacia los pobres, los humillados, las razas perseguidas.
–¿Qué lo mueve a elegir un tema?
–El instinto.
–¿Nunca la razón?
–La razón no sirve para la existencia. Sólo sirve para demostrar teoremas o fabricar aparatos. El alma del ser humano en lo más profundo, no está para esas cosas.
–Mucho se dijo sobre usted y su personaje de El túnel. Claro que usted nunca mató a ninguna mujer, pero es pintor desde siempre y se puede suponer que es capaz de ser ferozmente celoso, ¿no?
Ernesto Sabato queda mirándome con expresión irónica. Tal vez quiere decir “No pienso entrar en sus trampas y hablar de cosas privadas”. Dice:
–Es verdad, nunca maté a una mujer. Pero, además, no creo en una literatura que calca personajes de la realidad. Eso está bien para escritores naturalistas. Todo naturalismo es superficial, porque no alcanza a la condición humana más profunda, que siempre es sobrenatural.
–En el prólogo de Sobre héroes y tumbas usted dedica la novela “a la mujer que tenazmente me alentó en los momentos de descreimiento”, etcétera. Es curioso, pero no la nombra. A mí esa dedicatoria me pareció que encerraba una pequeña trampa. Muchas mujeres se sentirán aludidas.
Sabato me mira. Su mirada no es irónica sino dura, muy dura. ¿Iría a decir que daba por terminada la entrevista? Dio unas vueltas por la habitación y respondió sin mirarme:
–Soy incapaz de esa clase de mentiras. ¿Quién va a ser sino Matilde, la mujer que me soportó desde los 17 años?
–Yo no quiero que se enoje.
–Si no quiere que me enoje no haga preguntas que pueden enojarme.
–¿Le resulta impertinente que le pregunte si fue Matilde la única mujer en su vida o tuvo otros amores?
–Tuve otros amores como casi todos los seres humanos. Por no decir todos. Algunos muy fuertes y perdurables, ¿y qué? Grandes culturas en la antigüedad han sido poligámicas o poliándricas. Sólo en esta hipócrita sociedad burguesa se esconde esa tendencia natural de la criatura humana.
–Cuando le dieron el premio Cervantes dijo que, a veces, se sentía ante sus propios personajes como ante seres de carne y hueso, “tan desconocidos que conseguían aterrarme”.
–Eso prueba lo extraño de la vinculación entre autor y personajes. Una relación difícil de explicar.
–¿Por qué las mujeres en su obra –todas las mujeres– son tan misteriosas, sombrías?
–No sólo las mujeres. También los hombres tienen aspectos sombríos, misteriosos, cosas que no muestran. Todos los seres humanos son así.
–Muchas veces le han preguntado si el “Informe sobre ciegos” de Sobre héroes y tumbas tiene algún significado especial, si alude a alguna realidad no explicitada.
–Muchas veces me preguntan eso y otras tantas les respondo que esas páginas las escribí en un mes y no sé qué significan. Eso, como las pesadillas, salió del inconsciente.
–Cuénteme, ¿cómo se distanciaron con Borges?
–Fuimos amigos y nos separó la política. Cuando la llamada Revolución Libertadora llegó hasta lo peor, las torturas a militares peronistas, yo denuncié una noche, por Radio Nacional, nombres y apellidos. Se armó ungran escándalo. A los dos días salió una larga declaración de escritores y artistas condenándome, lo que significa que de alguna manera justificaban las torturas. Lo curioso es que fui siempre antiperonista como ellos, pero por lo visto, por motivos muy diferentes. Como siempre fui un especialista en hacerme enemigos. Muchos años después hubo una reconciliación gracias a un joven escritor que logró que hiciéramos un diálogo que luego se publicó en un libro.
Yo creo que hemos pasado las tres y las cuatro. Y tal vez las cinco preguntas, ¿no?

 

POR QUE ERNESTO SABATO
Por María Esther Gilio

Un premio a la perseverancia

Había hablado largamente con él sobre Onetti cuando supe que se trataba de Ernesto Sabato. Ambos con una copa en la mano apenas nos veíamos las caras desdibujadas por las sombras del jardín de un amigo común, en Montevideo, donde se festejaba un cumpleaños. Atacada de súbita vergüenza al saber que ese hombre de voz grave y un poco misteriosa era Sabato, quise borrar algo que con aire de Marisabidilla había dicho sobre la piedad en Onetti. Pero era tarde. Elegí entonces elogiar El túnel, y también preguntar .-como treinta años más tarde volvería a hacerlo– si él tenía algo que ver con su protagonista. Respondió con dos o tres palabras cuyo significado no recuerdo, aunque sí el tono de su voz seco e irónico.
Como si con un escritor sólo se pudiera hablar de libros y escritores, mencioné a Jorge Luis Borges y un poema que acababa de leer donde mencionaba a su bisabuelo Narciso de Laprida. Así estábamos, paseándonos entre los protagonistas de la literatura latinoamericana que no integraban el boom, cuando llegó una bella pintora, que, sin preguntar nada a nadie, se lo llevó de la mano diciendo que estaba decidida a pintar su retrato.
No volví a verlo ni esa noche ni ninguna otra hasta años más tarde cuando yo vivía en Buenos Aires, trabajaba en Crisis, faltaban más de dos años para el 24 de marzo de 1976 y Buenos Aires, mucho más que París, era una fiesta. El caminaba entre los cuadros de una exposición y yo, sin recordarle que nos habíamos conocido en el pasado, me acerqué a pedirle una entrevista que él aceptó y días después postergó y volvió a postergar varias veces. Sus palabras eran siempre las mismas: “Yo sé que usted ha sido muy paciente. Tiene mi promesa de que un día la haremos, pero en este momento...”, etc. Nunca me fastidiaron sus postergaciones, siempre creí en sus disculpas invariablemente teñidas de algún dramatismo. Mi perseverancia tuvo al final su premio. No el que habría correspondido al tamaño de mi deseo, pero un premio. No soy ambiciosa.

 

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