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EL HOMENAJE A LOS 35 AÑOS DEL “NUEVO CANCIONERO”
La canción manifiesta

El sábado, y durante más de cuatro horas, un desfile de artistas homenajeó en Mendoza a Mercedes Sosa y al movimiento que, en 1963, comenzó a cambiar para siempre las reglas de la música folklórica argentina.

El final del show tuvo como protagonista exclusiva a la Negra.
Su repertorio incluyó páginas ineludibles del Nuevo Cancionero.

Memoria: Las dos primeras horas en el Gran Rex fueron un desfile de músicos diciendo presente a la propuesta de un ejercicio de memoria cultural.

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Por Carlos Polimeni desde Mendoza

t.gif (67 bytes) El año 1963 sería para la música popular del mundo una bisagra, pero aún nadie lo sabía. Cuatro chicos de Liverpool amantes de los olvidados músicos negros estadounidenses comenzaban el proceso por el cual transformarían al rock en cultura. Un joven bahiano radicado en Río empezaba a meter jazz en el samba y con ello a liderar una revolución de cantar bajito. Un bandoneonista y arreglador con mucha música en la cabeza se demostraba a sí primero que a nadie que el tango no podía ser solamente la historia de la percanta que te amuró en lo mejor de tu vida. Un chico judío de un estado extraño de un país enorme que amaba un poeta galés borrachín hablaba de la Guerra Fría en canciones de formato country. Los Beatles, Joao Gilberto, Astor Piazzolla y Bob Dylan no eran navegantes solitarios, sino más bien emergentes de un estado de cosas en la cultura del mundo, que centenares de miles de jóvenes quería cambiar, hacer radicalmente diferente del que había heredado.
Ese estado de situación explica en buena medida el surgimiento del primer movimiento con conciencia de tal en la historia del folklore argentino. Sus jóvenes propulsores –músicos, poetas e intérpretes– lo llamaron Nuevo Cancionero y se lanzaron al terreno con un gesto ampuloso: un manifiesto estético que, como suele ocurrir, les granjeó más enemigos de los que merecían. Aquellos jóvenes fogoneros de los cambios que vendrían se llamaban Mercedes Sosa, Armando Tejada Gómez, Oscar Mathus, Tito Francia, Juan Carlos Sedero, Horacio Tusoli y Víctor Nieto, y se habían nucleado fatigando el escaso espacio artístico de la capital de Mendoza mientras se preparaban para intervenir en un gran debate nacional. Este fin de semana, con La Voz como invitada central, Mendoza celebró los 35 años de aquel gesto, con un festival de cuatro horas de duración, por el que desfilaron, entre muchos otros, Víctor Heredia, León Gieco, Nilda Fernández, Pocho Sosa y los chilenos Inti Illimani y Cecilia Echenique.
Mercedes, que trabajaba de portera en el verano de 1963 en Buenos Aires, escribió de puño y letra unos conceptos que su marido Mathus le iba dictando –al aire libre, en la plaza que estaba donde hoy se yergue la Biblioteca Nacional– y con esas ideas Tejada Gómez redactó el manifiesto que leería en el Círculo de Periodistas de Mendoza. Es curioso, pero entonces, como ahora, había un boom del folklore paisajista y pum para arriba, resultado a su vez de un proceso social, por el cual miles de provincianos que habían ido migrando hacia Buenos Aires consumían una música distinta del tango que caracterizaba a la gran metrópoli, cuando el rock era sólo un ritmo de moda e importado desde Estados Unidos e Inglaterra. El manifiesto fue por un lado un llamado a la unión entre tangueros y folkloristas, enfrentados entonces por un mercado, y por otro una invitación a renovar en el folklore los contenidos poéticos, armónicos y melódicos. Es decir, por abrir la música del interior del país a las músicas del resto del mundo y, ante todo, por cambiar el paisaje omnipresente en las letras, por el hombre.
Si, simplificando, la bossa nova fue una operatoria estética que consistió en inyectar en el samba el jazz, si Los Beatles introdujeron el pop en la música negra, si Piazzolla hizo codear al tango con la música culta, si Dylan poetizó la aburrida música campesina estadounidense, el Nuevo Cancionero metió al hombre común en las letras del folklore, con todo la carga política que eso significaba. Se proponía, escribió Tejada Gómez, que admiraba Atahualpa Yupanqui y Félix Dardo Palorma, “depurar (al género) de convencionalismos y tabúes tradicionalistas”; lo que significaba no seguir cantando sólo a los interminables atardeceres criollos sino también, y privilegiadamente, cantar las penas y las alegrías de los paisanos, y encontrarles explicaciones a unas y a otras.Los cuyanos, duchos en cuecas, tonadas y zambas, le pusieron palabras a una tarea que en Salta también hacía la impresionante dupla compositiva de Manuel J. Castilla y Gustavo “El Cuchi” Leguizamón, y en rigor ofrecieron un marco teórico, y un espíritu generacional, a una serie de impulsos de creadores de todo el país. Aquel impulso estético –que planta un mojón entre el folklore tipo “Paisaje de Catamarca” y el folklore tipo “Maturana”– superó incluso las barreras de la canción hispana, y rebotó en España, en Chile –sobre todo en los años previos al gobierno de Salvador Allende– y Cuba; entre otros países. Silvio Rodríguez reconoció en Mendoza hace algunos años que los fundadores de la Nueva Trova Cubana partieron del ejemplo gestual del Nuevo Cancionero cuando, a fines de los 60, quisieron separar del pasado una etapa de renovación de su música nacional.
El homenaje a aquel momento de inflexión producido por el Instituto Provincial de la Cultura de Mendoza, a través del teatro Independencia, fue aquí el sábado un modo de pasarle el plumero a una gesta que casi ya nadie recuerda –entre otras cosas porque fue poblándose de internas, de rencores asordinados, de conflictos difíciles de resumir–, pero que ofreció un marco de referencia a docenas de canciones que no mueren, entre ellas muchas que Mercedes ha convertido en patrimonio de millones, varias firmadas por Armando Tejada Gómez, que murió en 1992. Curiosamente el homenaje ocurrió mucho más durante las dos primeras horas, un desfile de músicos diciendo presente a la propuesta de un ejercicio de memoria cultural, que en las dos finales. En éstas, Mercedes, cuya convocatoria llenó de gente el teatro Gran Rex, concretó un recital “normal”, aunque lleno de gestos de cariño por esta provincia, en que pasó los duros años previos a su consagración nacional, y adonde ha jurado volver a vivir cuando se retire, si es que alguna vez se retira.
La actitud de Mercedes fue artísticamente inobjetable –”aferrarse a las cosas detenidas/es ausentarse un poco de la vida”, escribió Pablo Milanés- pero dejó a algunos de los anfitriones con gusto a pólvora. Les hubiese gustado que además de “Zamba azul”, forzada por las vivas del público a Francia, que alguna vez fue su guitarrista, interpretase algunas de las canciones que son parte del legado del Nuevo Cancionero, y que pasaron por su repertorio, desde la hoy obvia “Canción con todos” hasta las imperecederas “Volveré siempre a San Juan”, “Regreso a la tonada”, “Zamba para no morir” o “Canción de las simples cosas”. Sin embargo, Mercedes es Mercedes, y si Mercedes es Mercedes en buena parte lo es porque en la práctica artística, más allá de las declamaciones e internas, transformó en realidades tangibles aquellas ideas, ciertamente combativas, y por ello combatidas, que el manifiesto esbozaba hace ahora 35 años. Sin haber compuesto nunca una canción, Mercedes concretó una obra que es el sueño cumplido del manifiesto, aquel gesto de jóvenes polemistas que sabían que los tiempos estaban cambiando, que una fuerte lluvia iba a caer y que las respuestas estaban flotando en el viento.

 

SUBRAYADO
Controlar al control
Por Eduardo Fabregat

Las escenas se produjeron en el mismo lugar, el remozado Teatro Opera que reabrió sus puertas el viernes con el show de Björk. Cuarenta y cinco minutos antes del inicio, una pareja deambulaba por la vereda de Corrientes, semblanteando a los que llegaban y con ánimo de pagar cualquier cosa por un ticket. De pronto, por detrás de la valla apareció un gigante macizo, de pelo al rape, que encaró al dúo y, bien cerca de sus caras, gruñó: “Se van. Ahora”. Quizás al pibe se le ocurrió interrogar al grandote acerca de su título de propiedad sobre tan célebre vereda porteña, pero el tono indicaba que no había lugar a discusiones.
La siguiente escena se registró adentro, cuando la islandesa apuraba el último tramo de su presentación. Después de hechizar a la audiencia con una colección de canciones exquisitas, hipnóticas, tan encantadoras como su estampa de ninfa etérea dando saltitos por el escenario, Björk se zambulló en un final a puro baile. Mientras los integrantes de su octeto de cuerdas se desataban –violines, violas y cellos olvidados en la silla, pelucas de colores y un salto colectivo–, la cantante comenzó a arengar al público, levantando sus brazos para que abandonaran la seguridad del asiento y se entregaran a la fiesta. Entonces el grandulón de la puerta se multiplicó por veinte, y sus modales empeoraron en igual medida. Extremadamente preocupados por la integridad del flamante teatro, los controles apelaron al arsenal completo de empujones, golpes velados, manoseos, zamarreos y amenazas, hasta que la gente se quedó quieta primero y volvió a sentarse después. Asunto resuelto: todos a sus lugares, y un final de show que –pese a la voluntad de fiesta de la ninfa– tuvo una audiencia ordenadita, sin excesos, bien disciplinada.
No debe ser fácil la tarea del control. En buena parte de los espectáculos debe enfrentarse a personajes difíciles de contener, que en más de una oportunidad sí buscan un descontrol peligroso. El conflicto comienza cuando los responsables de mantener el orden –un rol de por sí poco simpático– se exceden en el celo y se regodean en el ejercicio de su pequeña cuota de poder. Por otra parte, no es lo mismo un concierto de Pantera que un espectáculo de teatro protagonizado por Björk. Esas sutilezas no cuentan al calor de la velada, y a fin de cuentas los atropellos de esas montañas de músculos con carnet para matonear terminan formando parte del anecdotario de siempre. Nadie puede pretender que se erradiquen los controles. Pero no estaría mal que, valga la redundancia, tengan algo de control.

 

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