|
Estoy en
una localidad del interior de la provincia de Buenos Aires, son las nueve de la noche y el
ómnibus de regreso a la Capital partirá recién a la una. No tengo demasiado apetito,
pero igual me meto en un restaurante cerca de la terminal. Es un salón amplio, mucho espacio entre mesa y mesa, manteles verdes, sillas de plástico, un feo mural con una pareja bailando tango ocupando toda la pared del fondo, un mozo con el pelo teñido de rojizo. En un rincón, alto, hay un televisor encendido pero con el volumen tan bajo que apenas se escucha. Están pasando un documental sobre animales salvajes. Los clientes son todos hombres. Comen con los ojos puestos en las imágenes de la pantalla. Hago mi pedido y, mientras espero, también yo me dejo atrapar por la elegancia y la velocidad de un leopardo persiguiendo a su presa. Los ravioles que me traen están apenas tibios y, después de tragar el primero, tardo en decidirme por el segundo. Me ayudo con pequeños sorbos de vino. De tanto en tanto miro la hora. En el restaurante entran tres mujeres. Una tendrá veinte y pocos años. Otra andará por los cuarenta y cinco. La tercera pasó largamente los sesenta. Una abuela, su hija y la hija de su hija. La más joven lleva una beba de meses en brazos. Ocupan una mesa, en un costado. Estudian la carta, consultan entre ellas. La de edad intermedia llama al mozo con una seña y ordena. Después la mujer joven se abre la blusa, saca un gran pecho blanco y lleno, y amamanta a la criatura. Ahora, un clima nuevo acaba de instalarse en el local. Ya nadie presta atención a la pantalla del televisor. Directamente o a través de los espejos, todas las miradas convergen hacia la mesa donde están la joven madre y sus dos acompañantes. Pasan los minutos y es como si algo estuviera por ocurrir. No se sabe qué. Algo. Un rato más tarde el mozo cruza el salón y lleva a la mesa de las mujeres una fuente con carne y papas. La mujer mayor coloca una porción de carne en un plato, la corta con mucha prolijidad y se la va alcanzando a la que la precede en edad, su hija. La hija pincha los trozos cortados y se los va colocando en la boca a la mujer joven. La mujer joven mastica y amamanta. Dos mujeres, graves, serenas, lentas, concentradas en el ritual de alimentar el cuerpo de la tercera, que está alimentando a otro cuerpo, que con el tiempo alimentará a su vez. La luz parecería haber menguado en todo el local, menos sobre la mesa donde están ellas. Ahí se ha vuelto más intensa. Nosotros, espectadores atentos, reverentes, permanecemos quietos en nuestra zona de penumbra. Hasta el perro del lugar se ha echado sobre el piso, las patas estiradas hacia adelante, el hocico sobre las patas y los ojos lánguidos, observando. Casi no se oyen ruidos de cubiertos, no hay voces. Las mujeres siguen con lo suyo. No sé lo que estarán viendo los otros, pero supongo que lo mismo que yo; la reedición de un retablo donde se manifiesta la antigua ceremonia del verdadero poder, la transmisión del alimento. Por la memoria y por el paladar se me desliza un remontísimo gusto llegado desde el fondo de mis propios años, desde una zona de sueños y abandonos y tibiezas. Estoy seguro de que los testigos de esta escena, hace mucho, mucho tiempo, que no nos sentimos tan chiquitos.
|