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Medio siglo atrás, los líderes de los principales países occidentales habrían estado más que dispuestos a sacrificar centenares de miles de vidas si hubieran creído que así lograrían transformar la Unión Soviética en un conjunto de democracias pacíficas. Ahora, en cambio, les horroriza la mera idea de intentar alcanzar el mismo objetivo arriesgando una cantidad de dinero que, si bien muy grande, no les supondría penurias. ¿A qué se debe esta diferencia? Sería ingenuo atribuirla a nada más que las teorías económicas en boga. Tiene que ver con la extrema mezquindad que a juicio de tantos políticos caracteriza a los pueblos democráticos y que, creen, les impide soñar con iniciativas "estratégicas" que podrían obligarlos a aumentar los impuestos. En esta ocasión como en tantas otras, la ortodoxia "neoliberal" es sólo un pretexto elegante para que los muchos que prefieren priorizar sus propios intereses inmediatos no se sientan responsables de nada salvo su destino particular. Cuando la Unión Soviética se deshacía, muchos europeos orientales salieron a las calles portando la bandera de lo que pronto sería la Unión Europea. Los pobres ilusos pensaban que sus primos ricos del otro lado los ayudarían lo suficiente como para permitirles sobrevivir sin dificultades innecesarias a una transición que no podría ser sino traumática. ¡Cuán equivocados estaban! Lejos de enviarles víveres y abrirles las puertas a su "mercado común", los demás europeos calcularon los costos de dejar que los agricultores polacos y otros igualmente atrasados entraran en la Unión, llegando a la conclusión de que les convendría demorar hasta el siglo siguiente el día de la ampliación. En cuanto a los rusos, decidieron que jamás serían europeos de verdad porque había demasiados. La rapacidad de las democracias occidentales contribuyó de forma
espectacular al surgimiento del nazismo alemán y su tacañería actual bien podría tener
consecuencias similares en el caso de Rusia. Pero mientras que después de la Primera
Guerra Mundial Francia tuvo motivos políticos de sobra para insistir en medidas que
servirían para mantener postrado a su gran vecino, luego de la implosión del imperio
soviético no se le ha ocurrido a nadie afirmar que hambrear a más de cien millones de
rusos traería beneficios de cualquier tipo. Los motivos de la pasividad occidental han
sido exclusivamente económicos, de suerte que las tribulaciones de los rusos tuvieron que
golpear a los países ricos en el lugar donde más les duele, el "mercado", para
que comenzaran a pensar en la posibilidad de darles una mano. |