LA
NUBE |
Argentina, 1998.
Dirección y guión: Fernando Solanas.
Fotografía: Juan Diego Solanas.
Música: Gerardo Gandini.
Montaje: César DAngiolillo.
Dirección artística: At Hong.
Intérpretes: Eduardo Pavlovsky, Angela Correa, Franklin Caicedo, Carlos
Páez, Leonor Manso, Laura Novoa, Favio Posca, Luis Cardei, Horacio Peña, Jorge
Petraglia, Márgara Alonso.
Estreno de hoy en los cines Monumental, Capitol, Atlas Belgrano, Flores, Cinemark Puerto
Madero, Tren de la Costa (San Isidro). |
Por Luciano Monteagudo
Con La nube el cine
de Fernando Solanas continúa su saga argentina, que inició treinta años atrás con La
hora de los hornos y a la que ha permanecido obstinadamente fiel a través de Los hijos de
Fierro, El exilio de Gardel y Sur, sus películas emblemáticas, que fueron dando cuenta
alegóricamente de la historia contemporánea del país. Esa obstinación, esa fidelidad a
su pensamiento, esa resistencia a las modas y a la rendición incondicional a las formas y
modelos de creación que no fueran los propios es un poco la misma que pone ahora en Max,
uno de los personajes centrales de La nube, una película en cierto sentido confesional,
en la medida en que no deja de ser una afirmación pública de la fe de Solanas en su
ideario, pero también una reflexión melancólica, dolida sobre las
limitaciones, las derrotas y las dudas que reconoce hoy en su generación.
Como para afirmar la inquebrantable continuidad de su obra, Solanas inicia La nube allí
donde se cerraba el capítulo argentino de El viaje. Su propia voz en off que
parecería ratificar la primera persona de singular desde la que está hecha su nueva
película informa que después de la inundación llegó la nube y lo
primero que se ve es una Buenos Aires casi oculta por la lluvia, una ciudad mucho más
oscura y gris que lo habitual, sumida en una tristeza que parece eterna. Bajo ese aguacero
que ya lleva más de 1600 días y que no casualmente coincide con el apogeo
menemista los relojes atrasan en vez de adelantar y la gente, casi sin darse cuenta,
se ha acostumbrado a marchar hacia atrás, como cangrejos, desandando el camino de toda
una vida. En una calle del puerto, que no cuesta imaginar demasiado lejos de la esquina
tanguera alrededor de la cual giraba todo el universo de Sur, subsiste el viejo teatro
independiente El espejo, capitaneado por Max (Eduardo Pavlovsky), rodeado por
un grupo fiel de amigos y compañeros, jóvenes y veteranos unidos por la pasión y el
compromiso con su trabajo. Ese teatro, levantado artesanalmente en un galpón y custodiado
por los enormes lienzos de todo un panteón de figuras tutelares que van desde
Blanca Podestá hasta Bertolt Brecht y Samuel Beckett, pasando por Hedy Crilla y Jaime
Kogan es el nuevo espacio mítico de Solanas, el lugar de la conciencia, fuera del
cual cada uno de sus personajes vivirá sus propias historias, los duros embates de la
realidad argentina de hoy.
Concebido un poco a la manera de El exilio de Gardel, como un film abierto, armado a
través de módulos independientes entre sí, La nube tiene como es habitual en el
cine de Solanas una estructura casi musical. Hay cuatro grandes movimientos,
subdivididos a su vez en distintos momentos, que van desde el gesto épico al comentario
grotesco, en la vena del sainete criollo. Se diría que el grado de afinación de La nube
está casi en estricta relación con los espacios elegidos para cada uno de esos momentos
con los cuales se forma La nube. En la medida en que ese terreno es el del mito o el de
los afectos, el film suena con la misma emoción y precisión que la música que compuso
especialmente Gerardo Gandini, siguiendo la huella indeleble de Piazzolla. Las notas
falsas que Solanas disminuyó en los últimos días, eliminando de la copia de
estreno local algunas escenas desafortunadas, con lo que el film ganó en síntesis
se dan en cambio cuando La nube quiere dar algunos toques no siempre logrados de humor, o
cuando se empeña en registrar las muchas injusticias de estos días a través del
testimonio de un movilero de una radio FM independiente (Fabio Posca), que se ve tan
impostado como cuando en Sur Fito Páez se entregaba en un forzado abrazo con el Polaco
Goyeneche.
Se diría, sin embargo, que esta ambición de Solanas de abarcarlo todo en un solo film
el pasado y el presente, el mito y la realidad a esta altura forma parte
indisoluble de su mundo poético, de su mirada única e inconfundible, como seguramente no
hay otra en el cine argentino. Por momentos La nube puede parecer tautológica en sus
reclamos, reiterativa en sus recursos formales, pero en su totalidad alcanza una
dimensión y un nivel de riesgo que solamente Solanas es capaz de proponer en el cine
local. Ese riesgo en el caso de La nube se acentúa, en la medida en que a pesar de los
grandes espacios y los grandes planos generales a los que Solanas es tan afecto, se intuye
en el film un intimismo casi inédito hasta ahora en su cine, una película en la que el
realizador parece por primera vez cuestionarse a sí mismo y a su generación.
Como en la película toda, hay una nobleza, una dignidad esencial en el personaje de Max
(que en un juego de espejos interpreta la obra Rojos, globos rojos, del propio Pavlovsky),
pero también cierto patetismo en su empecinado aislamiento, en su soberbia, en su
negativa a incorporar a su teatro ideas nuevas, de generaciones más jóvenes. El trato
que el film le dispensa a este personaje es cariñoso pero nunca condescendiente. Max
podrá ser el centro moral de La nube pero eso no esconde el hecho de que su vida personal
es un desastre, al punto que no reconoce siquiera a su propia hija, de tan abandonada que
la tenía. ¿Quién puede aceptar que no se es lo que se quiso ser?, se
pregunta a su vez el viejo Enrique (Franklyn Caicedo), en quien Solanas parece haber
resucitado a alguno de los integrantes de la Mesa de los sueños de Sur. La
energía vital del film parece encarnada casi solamente por Fuló (Angela Correa), una
brasileña que carga consigo la saudade del exilio pero está dispuesta a dar pelea en
Buenos Aires. Solanas deja que la cámara se enamore de su evidente belleza, pero también
de su auténtica calidad de actriz, que demuestra en algunas de las escenas más intensas
y también más tiernas de su película.
SIN LIMITES, DE LOS HERMANOS LARRY
Y ANDY WACHOWSKI
Los Coen, pero sin talento
sin
limites |
(Bound) Estados Unidos, 1996
Dirección y guión: Larry y Andy Wachowski
Fotografía: Bill Pope
Edición: Zach Staenberg
Música: Don Davis
Con Jennifer Tilly, Gina Gershon, Joe Pantoliano, John P. Ryan, Christopher Meloni,
Richard Sarafian, Barry Kivel y otros.
Estreno de hoy en los cines Normandie, Atlas Santa Fe, Gral Paz, Flores, Cinemark
Caballito, Adrogué y Pto. Madero, Tren de la Costa, Alto Avellaneda, Village Avellaneda y
otros |
Por Martín Pérez
La valija está abierta
sobre el escritorio, con dos millones de dólares dentro. En el piso hay un bolso vacío,
y una suficiente cantidad de diarios como para ocupar el lugar de los billetes sin que se
note la diferencia de peso. Llegado a este punto de la historia, Corky la ex
presidiaria que hace arreglos en el departamento vecino le explica a Violet la
pareja del gángster que guarda el dinero que ése es el momento decisivo: A
partir de aquí ya no hay vuelta atrás. O sea: a partir de allí es a suerte y
verdad para las dos chicas que viven una apasionada relación desde que sus miradas se
encontraron en un ascensor al comenzar el film. Y, para los ocasionales espectadores,
también queda claro una cosa: que a partir de entonces ya no habrá escape. Están
atrapados ante un film que se pretende importante e inteligente, pletórico en
contrapicados e imágenes poéticas, pero se torna previsible, al punto que cada movida se
anticipa, se explica y recién después sucede. Suerte de pretenciosos y preciosistas
hermanos Coen, los hermanos Andy y Larry Wachowski después de firmar el guión de
Asesinos, el film de Stallone y Banderas también apostaron a un thriller para
presentarse en sociedad como directores de sus propios guiones. Con su generosa dosis
Hitchcock, pero también su erotismo lesbiano y valijero, Sin límites funciona muy bien
como tarjeta de presentación. Aunque, de la misma manera que aquel Simplemente sangre
anticipaba a unos hermanos morbosos e imprevisibles, el film de los Wachowski hace temer
por futuras dosis de cinefilia sin imaginación pero cargada de significados vacíos y
estéticas frígidas. Y más si se le suma el peso de la seducción cuasi publicitaria en
los onmipresentes labios, escotes y susurros de la pareja fatal integrada por Jennifer
Tilly y Gina Gershon.
Sin límites comienza cuando Corky (Gina Gershon, reciente protagonista de Showgirls)
llega con sus tatuajes y sus slips masculinos para arreglar el desagüe y pintar las
paredes del departamento vecino de la femme fatale Violet (Jennifer Tilly, la voz más
aguda entre la seductoras del cine actual). Hace cinco años que Violet hace de pareja del
mafioso Cesar (John Pantoliano, uno de los alguaciles de U. S. Marshalls), la misma
cantidad de tiempo que Corky ha pasado en prisión. Las dos cargan con sus vidas un lustro
en pause, y desde la primera escena del film parecen decidirse a apretar play. Y eso
hacen: los Wachowsky apretan play, y casi inmediatamente Tilly y Gershon se revuelcan
buscando el sexo que parecen necesitar desde hace tiempo. Recién entonces llega la
intriga.
No se puede negar, sin embargo, que los Wachowski tienen ojo para las imágenes. Sus
contrapicados llaman siempre la atención (tal vez demasiado en detrimento de la
narración), y saben cómo crear encuadres ominosos y escenas inolvidables, como la que
muestra el millón de dólares de César lavado, planchado y colgado de cien en cien en
toda la casa. Claustrofóbica y dramática hasta el exceso, Sin límites tiene apenas un
prólogo de romance lésbico, y luego se plantea la millonaria intriga: lade los dólares
ausentes y las dos chicas que pretenden huir juntas sin que a la mafia se les ocurra ir a
buscarlas.
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