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Por Cecilia Hopkins "Son los tiempos de la tribulación", advierte uno de los siete hombres que se han dado cita en la estrecha sala de un ateneo barrial. Es 1929 y los diarios desbordan de catástrofes. Allí reunido, el grupo planea atraer a los desdichados, a todos aquellos que buscan calmar la angustia en los dogmas de fe, en las certidumbres. Los guía la necesidad de producir acontecimientos feroces y extremados, capaces de hacer oscilar la estructura social desde los cimientos. Conscientes de la mezquindad de sus vidas, convencidos de que "el crimen afirma la existencia", los dos hombres más resueltos de la flamante célula extremista intentarán convencer a los otros para que dejen todo escrúpulo de lado. En este punto comienza la trama de El pecado que no se puede nombrar, el nuevo espectáculo de Ricardo Bartís y su grupo, el Sportivo Teatral, basado en dos novelas de Roberto Arlt, Los siete locos y Los lanzallamas, escritas entre 1929 y 1931. Después de un largo año de ensayos, el equipo concreta una versión personal (tanto desde el sentido como desde su resolución escénica) de la atmósfera existencial que envuelve ambas obras. Y da curso a otras razones al momento de plantear por qué fracasa el plan urdido por los siete personajes creados por Arlt. A partir de parlamentos originales de las dos obras --redistribuidos y puestos en otros contextos--, Bartís y su elenco consiguen capturar con métodos sorprendentes el sentimiento de fracaso de estos hombres. No obstante, el espectáculo termina afirmando una voluntad de transformación, si no de la sociedad en su conjunto, al menos de la existencia individual. Tanto en el texto original como en la obra, el dinero aparece como una preocupación básica. Convencidos de que "sólo el dinero da peso a las ideas", el grupo activista necesita un capital para solventar sus actividades revolucionarias, el cual conseguirá regenteando una red de prostíbulos. Aquí Bartís refuerza una idea que aparece en Arlt sólo tangencialmente: el "hermafroditismo psíquico", noción que en El pecado... se transforma en fuerza rectora y fundamento teórico-práctico de la revolución que intentarán llevar a cabo los personajes. Según este principio y sólo durante la primera etapa del plan, los insurgentes se transformarán en mujeres, para luego, en una instancia superior, ambos sexos serán sólo uno. Así, la raza humana será portadora de lo mejor de cada género y gozará de una existencia sin ataduras. En esta idea vectora está, en parte, el origen del desastre: los hombres se ven obligados a desempeñar ellos mismos los roles tanto de clientes como de prostitutas, instalando una situación circular y absurda que los confunde y humilla por igual. La escena, patética y risible a la vez, es uno de los momentos de mayor eficacia dramática del montaje. No obstante el empeño de los siete hombres, la frustración amorosa que soportan individualmente puede más y termina arrasando con todo proyecto de unificación sexual. Aunque aquí no se hacen nombres, Erdosain (el protagonista de las novelas de Arlt) aparece claramente individualizado: su esposa Elsa lo ha abandonado y este dolor lo desconcentra de sus obligaciones revolucionarias. En El pecado..., la figura femenina tiene una gravitación enorme, al punto de hacer que los hombres se enfrenten por nimiedades, impidiéndoles mantener sus ideales a resguardo de todo sentimentalismo. Así, el género femenino aparece colocado en una situación de clara superioridad respecto de los conjurados, por más que sus discursos aparezcan teñidos por un sordo rencor misógino. El elenco luce afianzado, aunque también se observan diferencias: algunos caracteres aparecen sólidamente construidos a todo nivel, en tanto que la carga expresiva de otros está más depositada en la composición física de sus personajes que en los demás aspectos de la interpretación. La utilización del pequeño espacio, sugestivamente ambientado, es muy apropiada, al igual que el funcionamiento de algunos objetos cuya presencia condensa sentidos. Como la extraña máquina destinada a medir en los hombres su voluntad de vivir o la pista de carreras de caballo a manivela, un juguete que hizo furor en los 60. Mención aparte merece el uso expresivo que los mismos intérpretes hacen de los instrumentos musicales, tanto en la extrañante y obsesiva partitura que ejecutan fuera de escena, como en los ritmos que ambientan la escena del prostíbulo o que apoyan, hacia el final, el apasionado discurso de Erdosain.
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