Bill Clinton, el nuevo
chantajista
Para contrarrestar a sus críticos en el
Monicagate, el presidente pidió a un detective que investigue sus vidas privadas.
El País de Madrid
Por Javier Valenzuela desde Washington
Terry Lenzner es el
Sam Spade o Philip Marlowe de carne y hueso de este fin de milenio en que la lucha
política se centra en descubrir historias escabrosas del contrario para convertirlas en
un escándalo público, las grandes empresas quieren conocer los vicios privados de sus
altos ejecutivos a fin de tenerlos bien controlados y las esposas de los millonarios
desean informarse sobre el monto total de sus fortunas antes de pedirles el divorcio.
Lenzner, jefe de Investigative Group International (IGI), una gigantesca agencia privada
de detectives que tiene su central en Washington, cuenta con muchos clientes ricos y
famosos, pero ninguno tanto como Bill Clinton.
A través de sus abogados, el presidente de Estados Unidos tiene contratado a Lenzner
desde el comienzo del caso Lewinsky. La misión del detective privado es
desenterrar toda la basura posible fraudes a la recaudación impositiva, multas de
tráfico no pagadas, aventuras sexuales extraconyugales, episodios de alcoholismo,
currículos falsificados, despidos por mal comportamiento sobre los enemigos de
Clinton en este asunto: el fiscal Kenneth Starr y sus colaboradores, además de Monica
Lewinsky, Paula Jones, Linda Tripp, Kathleen Willie y otras mujeres que denuncian la
supuesta libido incontrolable del presidente.
Para defenderse y contraatacar en el caso Lewinsky, Clinton no puede usar los recursos del
Servicio Secreto, el FBI, la CIA o cualquier otro servicio público de espionaje. Pero
Lenzner, nacido hace 59 años en el seno de una familia de judíos rusos inmigrados a
Nueva York, le viene como anillo al dedo: tiene una larga experiencia profesional al
servicio de los poderes públicos y puede emplear ahora toda la libertad y todas las
triquiñuelas más o menos legales de un detective privado. En un apasionante reportaje
sobre su vida, obra y milagros publicado en la última edición de Vanity Fair, Lenzner es
acusado por antiguos agentes de IGI de ser un maestro en conseguir registros de llamadas
telefónicas y tarjetas de crédito teóricamente confidenciales. Lo que no puede obtener
el FBI sin una orden judicial, Lenzner y los suyos lo arrancan soltando dólares. Starr
descubrió las andanzas de Lenzner en los primeros momentos del escándalo y en febrero lo
citó a declarar ante el gran jurado. Pero, como hacían Spade y Marlowe en las novelas de
Dashiell Hammett y Raymond Chandler, el detective privado se negó a abrir la boca
esgrimiendo que el hecho de trabajar para una firma de abogados, la que defiende a
Clinton, le concede el privilegio del secreto profesional.
Entre otros, Lenzner ha tenido como clientes a la tabacalera Brown & Williamson, que
buscaba desacreditar a un científico que ponía en duda la salubridad de sus productos;
el boxeador Mike Tyson, deseoso de conocer todos los detalles sobre las vidas sexuales de
las mujeres que le acusaban de acoso y violación; Ivana Trump, sedienta de información
sobre las cuentas de Donald Trump en la hora del divorcio; la empresa coreana de
electrónica Samsung, empeñada en vengarse de un directivo desleal, y el senador Edward
Kennedy, que quería conocer quién diablos era un millonario que lo desafiaba
electoralmente en su feudo de Massachusetts. De hecho, sólo las grandes empresas o los
individuos ricos pueden permitirse pagar sus honorarios, que son de 400.000 dólares por
caso.
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Dentro de una
serie de generalidades acerca de las conveniencias de vivir en paz, Bill Clinton (en la
foto con el premier británico Tony Blair) emitió ayer en Irlanda del Norte una verdadera
perla del inconsciente: dijo que a la violencia y al terrorismo no se les responde
con más violencia, sino con la negociación. Es posible que el caso Lewinsky y la
crisis rusa lo hayan distraído del hecho de que él mismo ordenó la semana pasada dos
ataques bastante arbitrarios a Afganistán y Sudán en represalia por los atentados
terroristas a las embajadas norteamericanas de Kenia y Tanzania. Es que tampoco se puede
estar en todo. |
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