MADRE
DAO, CON FORMA DE TORTUGA |
(Mother Dao, de Schildpadgelijkende) Holanda, 1995
Dirección y guión: Vincent Monnikendam.
Música: Jan Dries-Groenendijk.
Estreno de hoy en el cine Cosmos. Copia en video. |
Por L. M.
Lo primero que impresiona
de Madre Dao es que esta película exista, de esta manera, así como está concebida, a
partir de un material preexistente que estaba llamado a su oscura desaparición, por su
carácter anónimo y en algunos casos infame. De los miles y miles de metros que
camarógrafos holandeses registraron entre 1912 y 1933 en las colonias de los Países
Bajos en el sudeste asiático, el antropólogo y documentalista Vincent Monnikendam supo
extraer un film insólito, que en una primera instancia expone de manera evidente la
concepción racista y expoliadora con que su país dominó durante siglos a la población
de Indonesia. Pero el objeto singular que es Madre Dao, su carácter de obra personal
capaz de superar la mera categoría de film de montaje se manifiesta en la
visión poética, subjetiva de Monnikendam, que ha logrado imprimirle a ese material
heterogéneo y ajeno una dirección de sentido que va mucho más allá de la denuncia
social.
Hay algo particularmente inquietante en Madre Dao y es esa extraña sensación que produce
el film, la de asistir a su proyección con la conciencia de que ese material que se ve en
la pantalla está íntegramente constituido por registros crudos de la realidad. Y, al
mismo tiempo, experimentar la noción de que se está frente a una obra de una autonomía
estética como solamente parecería posible en el campo de la ficción. La clave de este
misterio quizás habría que buscarla en el título mismo de la película, que refiere la
leyenda cosmogónica de Madre Dao, según la cual afirmaban los habitantes de la
isla de Nias el horizonte primigenio era curvo, como el caparazón de una tortuga, y
que ese mundo original era fecundo y lleno de vida ... hasta que llegaron los
conquistadores occidentales. El film comienza entonces sirviendo a esa leyenda, exhibiendo
el esplendor de un volcán, del caudal de los ríos y de la fuerza con que brota la selva,
hasta que ese espectáculo de la naturaleza desencadenada aparece de pronto agredido por
la presencia del hombre blanco, vestido también impecablemente de blanco, rígido,
almidonado, dando órdenes, ejecutando una coreografía de gestos omnipotentes sobre una
población sometida, hambreada e inerme.
Parece difícil pensar que esas imágenes donde se ven a hombres, mujeres y hasta niños
trabajando hasta la extenuación, sometidos a las condiciones de vida más extremas,
hubieran sido registradas como films de propaganda, para mostrar en Europa la eficacia con
que las empresas holandesas del tabaco y del azúcar hacían rendir a su
personal, o la dedicación con que misioneros cristianos imponían su fe a los
nativos. Visto hoy, a través de la labor monumental de selección y montaje de
Monnikendam, ese material revela su verdadera, monstruosa naturaleza, pero también parece
hablar de un paisaje apocalíptico, de un mundo perdido, cuya distancia no sólo acentúa
la textura rugosa de un blanco y negro impuro sino también la separación misma con que
la cámara suele situarse frente a su objeto, en una mezcla de temor y temblor.
Esos trabajos brutales y prácticamente inútiles a que son expuestos los aborígenes,
esas impúdicas revisiones médicas que anticipan los horrores del siglo, esos sacrificios
rituales con que los nativos parecen querer restaurar la relación con sus antecesores
tienen en Monnikendam un observador privilegiado, que ha logrado con esas imágenes, a
veces terribles, siempre hipnóticas, un film de una rara, dolorosa belleza. Si Madre Dao
prescinde completamente de comentarios y se permite apenas el murmullo de algún poema o
de una leyenda, es porque Monnikendam confíaplenamente en la elocuencia de su material,
que se apoya apenas en una imaginería sonora donde los ecos de alguna lejana melodía
tribal se confunden con los ruidos metálicos, agobiantes del poder colonial.
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