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Por Angel FernándezSantos En sus números de julio, las revistas Vanity Fair y Premiere dieron a conocer amplios resúmenes del libro Easy Rider, Raging Bull (nombre que juega con los títulos originales de Busco mi destino y El toro salvaje), de Peter Biskind. El libro acaba de entrar en los comercios estadounidenses en medio del desprecio y el rechazo airado de uno de sus protagonistas, Francis Ford Coppola, que considera falsario y deleznable este relato de la aventura emprendida hace 25 años por un grupo de jóvenes y ambiciosos hombres de cine, pletóricos de audacia y talento, dispuestos a rescatar a Hollywood de la lenta e inexorable decadencia que sufría desde más de una década antes, cuando los centros de decisión creadora pasaron de curtidos profesionales de cine a equipos de ingeniería financiera. Pero por malo que sea el libro, y lo parece, el suceso que indaga, centrado en las figuras de Coppola, Steven Spielberg, Martin Scorsese, George Lucas y Brian de Palma, es apasionante: el último coletazo del gran Hollywood, que ahora, un cuarto de siglo después, da síntomas de entrar en vías de domesticación, engullido otra vez el arte por la ley del negocio. Coppola, formado en la pequeña factoría de cine independiente de Roger Corman, era un joven con enorme empuje y ambición desatada cuando en 1967, a los 28 años, conoció a dos colegas algo más jóvenes, William Friedkin y George Lucas, que fueron decisivos en su evolución, y se embarcó con ellos en el viaje sin vuelta de intentar dar al cine de su país otra edad dorada. Su enlace profesional con Lucas fue el marco donde tomó cuerpo la idea del rescate de la herencia casi desvanecida de Hollywood, con la fundación en San Francisco del estudio Zoetrope. Allí comenzó una accidentada aventura colectiva cuyo eje es 1973, hace 25 años, cuando confluyeron El padrino, la gestación de El padrino II y el rodaje de La conversación, obras donde estalló incontenible el genio de este cineasta. Pero la encrucijada que abarca de 1972 a 1974 es más que el estallido del talento de Coppola. Es también el arranque, en Calles peligrosas, de tres muchachos que Coppola había conocido en la Nueva York italiana: Martin Scorsese, Robert de Niro y Harvey Keitel. Nombres y rostros a los que poco después se añadió Paul Schrader, escritor ese mismo año de Taxi Driver, y que son tan identificadores de esta búsqueda de un renacimiento como los de Al Pacino y Gene Hackman en El espantapájaros, de Jerry Schatzberg. Sin olvidar a Robert Redford, quien, dirigido por Sydney Pollack, otro nombre básico, saltó de Jeremiah Johnson a Tal como éramos. Es 1973 el año en que Clint Eastwood emprende sus primeras obras independientes, que conducen a la fundación de su productora Malpaso, Primavera en otoño y El infierno de los cobardes. Y es el año en que George Lucas rueda en 28 días American Graffiti y abre camino a Richard Dreyfuss y Harrison Ford; en que John Millius, urdidor con Lucas y Lawrence Kasdan de La guerra de las galaxias, realiza Dillinger; en que Dustin Hoffman planta cara a Steve McQueen en Papillon. Es también el tiempo en que se estrena Naves misteriosas, obra menor en la que debuta como guionista Michael Cimino, nombre mayor; en que Sam Peckinpah salta desde la roca solitaria de La pandilla salvaje a bordar la bandera generacional de Pat Garrett y Billy the Kid; en que Robert Altman vuela de Mash a El largo adiós; en que el patriarca John Huston redondea su carambola de Fat City, El juez de la horca y El hombre que quiso reinar; en que se comprime otro tacazo a tres bandas: la del paso definitivo de la crítica a la dirección de Peter Bogdanovich con La última película (otra bandera de enganche), Qué pasa doctor y Luna de papel; en que Bob Fosse se pone detrás de la cámara de Cabaret; en que William Friedkin realiza El exorcista y prepara Contacto en Francia; en que Briande Palma estrena Hermanas y prepara Un fantasma en el paraíso; en que George Roy Hill enlaza Dos hombres y un destino con El golpe; en que todo lo que después aportó Woody Allen al cine se aprieta en sus Sueños de un seductor. Y es el tiempo de muchas cosas más, entre ellas la conversión en película reverenciada del humilde telefilme Duelo a muerte, hecho con cuatro cuartos por un muchacho de 23 años, Steven Spielberg, que ya tiene hecha otra nueva incursión (Loca evasión) y prepara para 1974 una tercera y explosiva titulada Tiburón. Lo que se aprieta en esta compresión de tiempo, localizable un cuarto de siglo atrás, es inabarcable para la urgencia de una noticia retrospectiva. Lo que contienen estos años, con eje en 1973, es tan rico, vasto y complejo, que ni siquiera un libro dedicado íntegramente a contarlo ha logrado (por lo que sugieren los adelantos que se tienen de él) enunciarlo con solvencia y precisión. La aventura del rescate del gran Hollywood por los cineastas referidos (y aun otros más) sigue a la espera de que alguien sepa encontrar los hilos que devanen su intrincada madeja. Esta aventura creadora sigue viva y no ha dicho su última palabra, sino que se encuentra en curso, aunque desde hace tiempo ofrece síntomas de extenuación o, más exactamente, de estrangulamiento por el vigente, cada vez más conservador y enemigo del riesgo, código financiero que domina el sistema que gobierna los centros de decisión de la producción californiana. En la mayoría de los que canalizaron esta riada de energía, que hoy acuden a los festivales de cine reverenciados como clásicos vivientes, se perciben gestos de cansancio y claudicación, como si fueran gente perdedora. Y toma así un paradójico cariz final pesimista aquella explosión fundacional de energía optimista.
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