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Manchas
Por Juan Gelman



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t.gif (862 bytes) Corren en Estados Unidos mil chistes sobre las ebulliciones hormonales de Bill Clinton. Uno propone cambiar el nombre del despacho del presidente –y escenario de sus “relaciones impropias” con Monica Lewinsky– de Oficina Oval a Oficina Oral. Es posible que el mandatario estadounidense sea un lector asiduo de Shakespeare y haya tomado al pie de la letra expresiones que Lear, ya habitado por la locura, propinaba con sarcasmo: “¿Qué delito es el tuyo? ¿Adulterio? No debes morir. ¿Morir por adulterio? No; eso lo hace hasta el pajarillo llamado reyezuelo, y la mosquita de alas doradas se entrega a la lujuria ante mi vista. ¡Que prospere la cópula!... ¡Lujuria, promiscuamente, a trabajar!” (El Rey Lear, acto IV, escena VI). Es seguro, en cambio, que Clinton no se ha apartado ni un milímetro de una tradición inaugurada por quien fue el primer presidente del país: se cuenta que George Washington falleció a consecuencia del enfriamiento pescado una noche en que repitió su visita amorosa a una esclava que –como todos los esclavos– dormía en un cobertizo sin otro calor que la pasión. Nadie sabe si valió la pena, pero es más que probable que la señora Washington conociera las escapadas de su marido. Ella también inauguró una tradición: la primera dama de la nación debe ignorar lo que sabe. Hillary acaba de asumir ese legado de manera encarnizada.
Thomas Jefferson, tercer presidente de EE.UU., fue el autor principal del texto de la Declaración de la Independencia que inició la caída del colonialismo en el planeta. Tal vez previendo que la caída iba a durar dos siglos, amenizó la espera seduciendo –como se decía– a su cuñada. El héroe militar y séptimo presidente del país, Andrew Jackson, era bígamo. Otros tuvieron hijos de esos que se llaman “naturales”, como si los llamados “legítimos” fueran artificiales. Entrando en el siglo XX: el siempre considerado patricio, idealista y justiciero Woodrow Wilson, vigésimo octavo presidente de EE.UU., solía asistir con su amante a toda fiesta que se diera en Washington. En la crónica de una de ellas, el Washington Post incurrió en un acto fallido –o no tanto– que es leyenda: informó que “...de noche tarde, el presidente Wilson entró en su acompañante”. Al día siguiente, el prestigioso diario repitió la gaffe como fe de erratas, aclarando que se había querido decir “con su acompañante” y no “en su acompañante”. Si acto fallido hubo, no habrá sido el del presidente. Tampoco Franklin Delano Roosevelt era lerdo en la materia. Ni hablar de John F. Kennedy, el primer presidente católico apostólico romano del país, frecuentador de los encantos de Marilyn Monroe y de no pocas “muchachas” de la mafia. Es evidente que, en estos casos, la relación sexo/poder funciona en los dos sentidos. Como explicó no sin candor Jody Powell, portavoz y amigo personal de Jimmy Carter– tal vez el único, con Nixon, que no instalaba el empuje presidencial impropiamente–, “lo lindo de trabajar en la Casa Blanca es que uno consigue cualquier mujer cuando lo sabe”.
¿Por qué, entonces, tanta bulla con Clinton, que se ha limitado a respetar una tradición del poder? Que la madre de Monica saque del ropero, después de tantos meses, un vestido de la hija supuestamente manchado de efusión presidencial, que una “amiga” de Monica le haya grabado clandestinamente horas y horas de confesiones del amor, que una investigación sobre compañías inmobiliarias desemboque en otra clase de compañías, ¿es una conspiración cuidadosamente preparada por los republicanos? A saber. Lo cierto es que la mayoría de los gobernados por Clinton cree que mintió y no le importa. Más: desea que esta historia se termine, quizá para mantener la autoficción de que el hombre que decide si habrá guerra o no la habrá, que al menos teóricamente maneja el rumbo de la economía nacional y del bienestar social, que ha sido elegido por y para ello, es algo mejor que sus votantes. Esa mayoría quiere ver al rey vestido, aunque sea en paños menores.
El suceso tenía un aire de comedia picaresca hasta que el presidente Clinton dio la orden de bombardear con misiles a Sudán y Afganistán, una práctica igualmente tradicional de los mandatarios estadounidenses cuando necesitan levantar sus índices de popularidad. El argumento esgrimido es viejo: el combate contra el terrorismo internacional. Es cierto que hubo sangrientos atentados contra las embajadas de EE.UU. en Nairobi y Dar el Salaam. No es menos cierto que la respuesta es desproporcionada, demostrativa de la soberbia impune de la potencia militar más grande del mundo, que se permite convertir la agresión de un grupo contra la nación en agresión de nación a nación. Noam Chomsky ha señalado que ésa fue la línea de Reagan cuando asumió el gobierno: convirtió al terrorismo internacional en la amenaza más importante para Estados Unidos “por varias razones, entre ellas, preparar el principal ejercicio de terrorismo internacional destinado a toda Centroamérica, un empeño que mató a cientos de miles de personas y frente al cual empalidece cualquier otro ejemplo de terrorismo internacional. En ese contexto, decir que estamos bajo el ataque de los terroristas es igual a que Adolf Hitler declarara que estaba bajo el ataque de los judíos”.
Altos funcionarios estadounidenses insisten en que el bombardeo a una fábrica sudanesa “de armas químicas” –que resultó ser de productos farmacéuticos– y a unas aldeas de Afganistán era “en defensa propia”. “Esa es una broma”, responde Chomsky. Sí. París bien valió una misa alguna vez. El vestido manchado de Monica Lewinsky no vale los 79 millones de dólares que costó la operación y, muchísimo menos, las vidas humanas que cobró. Al parecer, Bill Clinton tiene una opinión muy alta del valor de sus excrecencias presidenciales.

 

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