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Las claves del conflicto de seguridad
Armentano, la Federal, el FBI, los narcos, el traspaso
por Martín Granovsky

t.gif (862 bytes) Un comisario argentino sueña con ser J. Edgar Hoover, el hombre que durante cuarenta años dirigió el FBI hasta convertirse en el símbolo universal del policía. Un policía con capacidad de meterse en la vida de los presidentes, en su política y en su cama, de espiar a los espías, de encarnar a un cruzado en la lucha contra el comunismo y, sobre todo, de cumplir el sueño que desvela a quienes tiene vocación por la seguridad: tener todo bajo control. El Hoover argentino se llama Guillermo Armentano, es responsable de la custodia de Menem y por estos días susurra al oído de su jefe un proyecto para desarmar la Policía Federal y quedarse, eso sí, con la cabeza.
El comisario tiene quien lo escuche. Antiguo delegado de la Policía Federal en La Rioja, sobreviviente de un accidente aéreo en el que murieron dos colaboradores de Menem, esposo de la dueña de la agencia de seguridad que lleva el imaginativo nombre de Guns SA, Armentano merece de Menem casi tanta confianza como Ramón Hernández. Tanta que ahora la Justicia lo investiga por encubrimiento porque sin dar parte al juez se llevó un Rolex de oro de Carlos Menem Jr. cuando el hijo del Presidente estaba moribundo tras la caída de su helicóptero.
El comisario tiene argumentos. Si Menem crea el FBI, podrá asumir la copaternidad del nuevo organismo y, por supuesto, arañar una porción del aparato. Con una ventaja adicional: en caso de que el futuro gobierno resuelva investigar los casos paradigmáticos de corrupción de la Era Menem, los jueces federales serán la herramienta y el FBI su auxiliar. na06fo01.jpg (12097 bytes)
El problema principal de Armentano es que ejerce influencia sobre un presidente que observa inquieto cómo se licúa su poder –la reciente aprobación de la reforma laboral fue sólo un descanso en medio de tanta desolación– y tiene límites severos para extender su autoridad sobre el resto del gabinete y dentro de su propia fuerza de origen. “Armentano no es de planta”, lo despreció suavemente ante Página/12 un comisario. “Y además, acá tomamos mate y en Estados Unidos no”, comentó sobre el proyecto de FBI criollo.
En todo caso, Armentano comparte con la clase política el deslumbramiento por los míticos servicios de inteligencia de la Federal, bastante inútiles para prevenir el delito pero muy aptos para calibrar latemperatura de la calle, recoger información en todo el país y tender redes hacia la política y los negocios.
En esa estructura están, primero, los organismos que más se parecen a un servicio tradicional. Antes fue Coordinación, o Seguridad Federal, donde se fraguaba el espionaje político y de donde salieron, en tiempos de la dictadura, los grupos de represión coordinados por el Ejército. En los primeros años de la democracia fue el turno del Poc, Protección del Orden Constitucional, un cuerpo de elite que ya no existe y cuyos miembros fueron trasvasados a la nueva brigada antiterrorista. Y hoy la inteligencia política se concentra en el pequeño equipo que revista dentro de la Federal en Seguridad del Estado.
Esta rama es la que podría encastrarse dentro de un FBI doméstico siempre que el modelo repita al FBI original, dotado de un formidable aparato de contrainteligencia doméstica.
Pero toda la Federal es, en sí misma, una gran máquina de recolección de datos y humores. Desparramada por todo el país y enraizada en la Capital Federal, a veces parece el último de los grandes elefantes argentinos del siglo XX. Si algunas oficinas pueden presumir de un aroma común con el FBI y otras disputan espacio con la Side, otra parte del monstruo tiene parentesco con un sistema clásico de política territorial –con punteros y caciques, con quinieleros de barrio y amigos en el poder– y una tercera se asemeja a la poderosa obra social de un sindicato sin crisis.
Con ese cuadro a la vista es difícil darse cuenta de cómo se operará el traspaso de la Policía Federal al gobierno porteño, si es que alguna vez se concreta. Un traspaso que, observan algunos, como el fiscal de Cámara Juan Carlos López el viernes en Página/12, tiñe con su fondo de pelea política cualquier discusión sobre la seguridad urbana. Luego de consultar a todos los actores del drama, este diario pudo trazar el esquema que sigue:
u La ciudad quiere la Federal, pero por ley y no por convenio.
u Teme recibir una policía descuartizada, con un escuálido cuerpo de tránsito y una Dirección de Seguridad Metropolitana que ya no tendría los 15 mil efectivos de cuando empezó el debate del traspaso.
u El gobierno nacional, en un área que pilotean Carlos Corach y Miguel Angel Toma, aceptó la idea de una ley de traspaso, todavía en pleno proceso de elaboración. Al mismo tiempo sostiene que la Ciudad no quiere de veras recibir a la Federal.
u En principio entregaría Seguridad Metropolitana, que dependería del jefe de gobierno porteño, pero no está definido en qué condiciones ni con qué plazos y efectivos se ejecutaría el pase de manos.
u El criterio de la Policía Federal es que la fuerza no se desgaje. No desea perder ni el FBI, ni la Side, ni la UOM, y tampoco la red de punteros y pequeños negocios.
“La Policía no es tan horriblemente pecaminosa como a veces se piensa”, opinó un funcionario nacional que pidió reserva de su nombre a cambio de sinceridad.
–¿Cómo pueden saberlo si no tienen real información desde adentro de la Federal? –preguntó Página/12.
–La Side sí la tiene –fue la respuesta– y nos dice que no hay pecados graves.
–Eso es un eufemismo. ¿Quiere decir que la Federal no es permeable al narcotráfico?
–Sí, el narco no se metió. Y además ésta no es la Bonaerense, la maldita policía de Duhalde. La Federal está verticalizada. Si se desarma, nadie sabe adónde puede disparar. La política no puede romper la policía.
Quitarle autonomía a un aparato en el que ningún gobierno democrático se metió desde 1983. O respetarle la independencia –la santa y la pecadora– como un mal menor frente a un desorden quizás difícil de controlar. Másallá del traspaso, esa parece ser la disyuntiva para los próximos años. Y ahora, lectores, por favor circulen.

 

Volvé, Gorby, te perdonamos

La ausencia de Mijail Gorbachov es uno de los rasgos más notables de la crisis rusa, convertida hoy en el núcleo de una crisis mundial que podría afectar tanto a tailandeses como a correntinos. El ex líder de la perestroika no aparece por sí mismo, pero tampoco en los análisis de otros. Una excepción la marcó el antiguo sovietólogo, hoy rusólogo, Bernard Guetta en Le Nouvel Observateur de París. Escribió la semana pasada que Occidente cometió el error de soñar con la ruptura mágica del comunismo así como antes la Revolución de Octubre había soñado con romper el capitalismo. Cuando Rusia dejó el comunismo, dice Guetta, no había detrás, ni siquiera en tiempos lejanos, ninguna tradición de mercado ni una cultura económica como en China o Europa central. Pero las potencias occidentales apostaron a la implosión, perestroika incluida, y prefirieron la vía dura de Boris Yeltsin a la salida administrada de Mijail Gorbachov. Así fue como la anterior clase dirigente se convirtió en clase propietaria y, con la ayuda de la mafia y los capitales golondrina, protagonizó una conquista del Far West basada en el pillaje de los recursos naturales. La hipnosis colectiva impidió ver, según Guetta, que “saber cómo cocinar una sopa a partir del pescado no es lo mismo que hacer pescado a partir de la sopa”. Lo que Occidente toleró en China –una dictadura con más mercado– no lo soportó ni lejanamente en Rusia. La conclusión paradójica es que, ahora, Europa y Estados Unidos quedarán a merced de un gran vecino que debe optar, políticamente, entre comunistas mal reconvertidos o Lebed, el general de la mano dura.


Liberando al capital

“Los grandes desafíos a la gobernabilidad de las sociedades de América latina y el Caribe no provienen del mundo de la pobreza”, escribe el profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México en el último número de Realidad Económica, que acaba de publicarse en Buenos Aires. Para Vilas, provienen “del mundo de la exorbitante riqueza de la especulación financiera, de la narcoeconomía que circula por sus canales y de la complicidad del Estado y las agencias gubernamentales en la generación de condiciones propicias para la acumulación y el enriquecimiento en uno y otro ámbito”. Según el autor, las democracias del continente se han convertido en el “formato institucional” de un modelo que incluye este tipo de economías de mercado “desreguladas, carentes de competitividad real, crecientemente excluyentes y crecientemente abiertas al ir y venir de la especulación y los negocios fáciles”. Los Estados no tienen herramientas para fiscalizar las operaciones del mercado cambiario, y el 95 por ciento de éstas descansa, de acuerdo con Vilas, “en movimientos de fondos que arbitran tasas de interés, tipos de cambio y expectativas de los mercados bursátiles”. Agrega que el 80 de esas transacciones “da origen a movimientos de entrada y salida en plazos no mayores de siete días, esto es, a movimientos repetitivos de casi 50 veces al año”. La otra cara del fenómeno es que los Estados compiten entre sí para ofrecer la menor cantidad de trabas al ingreso de capitales extranjeros, y los inversores aumentan sus exigencias. Sobre todo una: “Que puedan retirarse cuando quieran y como quieran”.

 

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