Las claves del conflicto de
seguridad
Armentano, la Federal, el FBI, los narcos, el traspaso
por Martín Granovsky
Un comisario argentino
sueña con ser J. Edgar Hoover, el hombre que durante cuarenta años dirigió el FBI hasta
convertirse en el símbolo universal del policía. Un policía con capacidad de meterse en
la vida de los presidentes, en su política y en su cama, de espiar a los espías, de
encarnar a un cruzado en la lucha contra el comunismo y, sobre todo, de cumplir el sueño
que desvela a quienes tiene vocación por la seguridad: tener todo bajo control. El Hoover
argentino se llama Guillermo Armentano, es responsable de la custodia de Menem y por estos
días susurra al oído de su jefe un proyecto para desarmar la Policía Federal y
quedarse, eso sí, con la cabeza.
El comisario tiene quien lo escuche. Antiguo delegado de la Policía Federal en La Rioja,
sobreviviente de un accidente aéreo en el que murieron dos colaboradores de Menem, esposo
de la dueña de la agencia de seguridad que lleva el imaginativo nombre de Guns SA,
Armentano merece de Menem casi tanta confianza como Ramón Hernández. Tanta que ahora la
Justicia lo investiga por encubrimiento porque sin dar parte al juez se llevó un Rolex de
oro de Carlos Menem Jr. cuando el hijo del Presidente estaba moribundo tras la caída de
su helicóptero.
El comisario tiene argumentos. Si Menem crea el FBI, podrá asumir la copaternidad del
nuevo organismo y, por supuesto, arañar una porción del aparato. Con una ventaja
adicional: en caso de que el futuro gobierno resuelva investigar los casos paradigmáticos
de corrupción de la Era Menem, los jueces federales serán la herramienta y el FBI su
auxiliar.
El problema principal de Armentano es que ejerce influencia sobre un presidente que
observa inquieto cómo se licúa su poder la reciente aprobación de la reforma
laboral fue sólo un descanso en medio de tanta desolación y tiene límites severos
para extender su autoridad sobre el resto del gabinete y dentro de su propia fuerza de
origen. Armentano no es de planta, lo despreció suavemente ante Página/12 un
comisario. Y además, acá tomamos mate y en Estados Unidos no, comentó sobre
el proyecto de FBI criollo.
En todo caso, Armentano comparte con la clase política el deslumbramiento por los
míticos servicios de inteligencia de la Federal, bastante inútiles para prevenir el
delito pero muy aptos para calibrar latemperatura de la calle, recoger información en
todo el país y tender redes hacia la política y los negocios.
En esa estructura están, primero, los organismos que más se parecen a un servicio
tradicional. Antes fue Coordinación, o Seguridad Federal, donde se fraguaba el espionaje
político y de donde salieron, en tiempos de la dictadura, los grupos de represión
coordinados por el Ejército. En los primeros años de la democracia fue el turno del Poc,
Protección del Orden Constitucional, un cuerpo de elite que ya no existe y cuyos miembros
fueron trasvasados a la nueva brigada antiterrorista. Y hoy la inteligencia política se
concentra en el pequeño equipo que revista dentro de la Federal en Seguridad del Estado.
Esta rama es la que podría encastrarse dentro de un FBI doméstico siempre que el modelo
repita al FBI original, dotado de un formidable aparato de contrainteligencia doméstica.
Pero toda la Federal es, en sí misma, una gran máquina de recolección de datos y
humores. Desparramada por todo el país y enraizada en la Capital Federal, a veces parece
el último de los grandes elefantes argentinos del siglo XX. Si algunas oficinas pueden
presumir de un aroma común con el FBI y otras disputan espacio con la Side, otra parte
del monstruo tiene parentesco con un sistema clásico de política territorial con
punteros y caciques, con quinieleros de barrio y amigos en el poder y una tercera se
asemeja a la poderosa obra social de un sindicato sin crisis.
Con ese cuadro a la vista es difícil darse cuenta de cómo se operará el traspaso de la
Policía Federal al gobierno porteño, si es que alguna vez se concreta. Un traspaso que,
observan algunos, como el fiscal de Cámara Juan Carlos López el viernes en Página/12,
tiñe con su fondo de pelea política cualquier discusión sobre la seguridad urbana.
Luego de consultar a todos los actores del drama, este diario pudo trazar el esquema que
sigue:
u La ciudad quiere la Federal, pero por ley y no por convenio.
u Teme recibir una policía descuartizada, con un escuálido cuerpo de tránsito y una
Dirección de Seguridad Metropolitana que ya no tendría los 15 mil efectivos de cuando
empezó el debate del traspaso.
u El gobierno nacional, en un área que pilotean Carlos Corach y Miguel Angel Toma,
aceptó la idea de una ley de traspaso, todavía en pleno proceso de elaboración. Al
mismo tiempo sostiene que la Ciudad no quiere de veras recibir a la Federal.
u En principio entregaría Seguridad Metropolitana, que dependería del jefe de gobierno
porteño, pero no está definido en qué condiciones ni con qué plazos y efectivos se
ejecutaría el pase de manos.
u El criterio de la Policía Federal es que la fuerza no se desgaje. No desea perder ni el
FBI, ni la Side, ni la UOM, y tampoco la red de punteros y pequeños negocios.
La Policía no es tan horriblemente pecaminosa como a veces se piensa, opinó
un funcionario nacional que pidió reserva de su nombre a cambio de sinceridad.
¿Cómo pueden saberlo si no tienen real información desde adentro de la Federal?
preguntó Página/12.
La Side sí la tiene fue la respuesta y nos dice que no hay pecados
graves.
Eso es un eufemismo. ¿Quiere decir que la Federal no es permeable al narcotráfico?
Sí, el narco no se metió. Y además ésta no es la Bonaerense, la maldita policía
de Duhalde. La Federal está verticalizada. Si se desarma, nadie sabe adónde puede
disparar. La política no puede romper la policía.
Quitarle autonomía a un aparato en el que ningún gobierno democrático se metió desde
1983. O respetarle la independencia la santa y la pecadora como un mal menor
frente a un desorden quizás difícil de controlar. Másallá del traspaso, esa parece ser
la disyuntiva para los próximos años. Y ahora, lectores, por favor circulen.
Volvé, Gorby, te perdonamos La
ausencia de Mijail Gorbachov es uno de los rasgos más notables de la crisis rusa,
convertida hoy en el núcleo de una crisis mundial que podría afectar tanto a tailandeses
como a correntinos. El ex líder de la perestroika no aparece por sí mismo, pero tampoco
en los análisis de otros. Una excepción la marcó el antiguo sovietólogo, hoy
rusólogo, Bernard Guetta en Le Nouvel Observateur de París. Escribió la semana pasada
que Occidente cometió el error de soñar con la ruptura mágica del comunismo así como
antes la Revolución de Octubre había soñado con romper el capitalismo. Cuando Rusia
dejó el comunismo, dice Guetta, no había detrás, ni siquiera en tiempos lejanos,
ninguna tradición de mercado ni una cultura económica como en China o Europa central.
Pero las potencias occidentales apostaron a la implosión, perestroika incluida, y
prefirieron la vía dura de Boris Yeltsin a la salida administrada de Mijail Gorbachov.
Así fue como la anterior clase dirigente se convirtió en clase propietaria y, con la
ayuda de la mafia y los capitales golondrina, protagonizó una conquista del Far West
basada en el pillaje de los recursos naturales. La hipnosis colectiva impidió ver, según
Guetta, que saber cómo cocinar una sopa a partir del pescado no es lo mismo que
hacer pescado a partir de la sopa. Lo que Occidente toleró en China una
dictadura con más mercado no lo soportó ni lejanamente en Rusia. La conclusión
paradójica es que, ahora, Europa y Estados Unidos quedarán a merced de un gran vecino
que debe optar, políticamente, entre comunistas mal reconvertidos o Lebed, el general de
la mano dura.
Liberando al capital
Los grandes desafíos a la gobernabilidad de las sociedades de América latina y
el Caribe no provienen del mundo de la pobreza, escribe el profesor de la
Universidad Nacional Autónoma de México en el último número de Realidad Económica,
que acaba de publicarse en Buenos Aires. Para Vilas, provienen del mundo de la
exorbitante riqueza de la especulación financiera, de la narcoeconomía que circula por
sus canales y de la complicidad del Estado y las agencias gubernamentales en la
generación de condiciones propicias para la acumulación y el enriquecimiento en uno y
otro ámbito. Según el autor, las democracias del continente se han convertido en
el formato institucional de un modelo que incluye este tipo de economías de
mercado desreguladas, carentes de competitividad real, crecientemente excluyentes y
crecientemente abiertas al ir y venir de la especulación y los negocios fáciles.
Los Estados no tienen herramientas para fiscalizar las operaciones del mercado cambiario,
y el 95 por ciento de éstas descansa, de acuerdo con Vilas, en movimientos de
fondos que arbitran tasas de interés, tipos de cambio y expectativas de los mercados
bursátiles. Agrega que el 80 de esas transacciones da origen a movimientos de
entrada y salida en plazos no mayores de siete días, esto es, a movimientos repetitivos
de casi 50 veces al año. La otra cara del fenómeno es que los Estados compiten
entre sí para ofrecer la menor cantidad de trabas al ingreso de capitales extranjeros, y
los inversores aumentan sus exigencias. Sobre todo una: Que puedan retirarse cuando
quieran y como quieran. |
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