Por Juan Carlos Portantiero |
Hace pocos días un programa de televisión propuso a sus espectadores una opción curiosa: para contribuir a la seguridad pública ¿es preferible encarcelar a los delincuentes o mejorar las condiciones sociales? Está claro que las alternativas no se excluyen mutuamente: una política de seguridad de largo aliento supone --entre muchas otras medidas-- encarar simultáneamente el castigo a los delincuentes y el cambio de políticas económicas y sociales que llevan a grandes sectores de la sociedad a la marginación y la exclusión. "Duro contra el crimen y duro contra las causas del crimen", esa fue la consigna que enarboló el New Labor al proponer la candidatura de Tony Blair en Gran Bretaña. Sin descuidar las responsabilidades individuales en la criminalidad y por lo tanto prevenir, perseguir, detener y juzgar a los delincuentes, una política democrática debe al mismo tiempo atacar las causas sociales de los delitos. Esos parecen ser principios razonables que no someten al debate sobre un tema tan trascendental a opciones falsas. Cualquier termómetro que mida la sensibilidad ciudadana --informal o estadístico-- coloca a la inseguridad en el centro de las preocupaciones. Datos que circulan indican que el setenta por ciento de los habitantes de la Capital han sido objeto de algún acto criminal en sus personas o en las de sus familiares o amigos cercanos. Según informaciones oficiales, en los primeros meses de 1998 se denunciaron casi cien mil delitos, trece mil más que en similar tiempo durante el año anterior. En la Argentina ya el índice de delitos urbanos supera a los de Uruguay, Chile y Paraguay, entre otros países del continente, y por supuesto es en la Capital y en el Gran Buenos Aires donde se registra la mayor incidencia de la inseguridad. Vivimos cercados por el miedo. El gobierno, por vías de Carlos Corach y Miguel Angel Toma, no hace más que manejar el tema con hipocresía de pequeña política, tratando de ver cómo puede conseguir mejores réditos electorales. Las reiteradas acusaciones a los legisladores que sancionaron el Código de Convivencia Urbana como responsables, por haber eliminado los edictos policiales, del incremento de los delitos, cada vez más cargados de violencia y de sangre, se internan en lo grotesco. Más allá de lo que pueda opinarse sobre aspectos puntuales de dicho instrumento, su vigencia municipal poco tiene que ver con el fenómeno creciente de asaltos y de muertes y está claro además que el mismo no ha derogado al Código Penal, que debe ocuparse de esos crímenes. Similar frivolidad gubernamental se advierte en las oblicuas negociaciones, abarrotadas de chicanas, con que se discute el imprescindible traslado de competencias de la Policía Federal al Gobierno de la Ciudad. Pero las miserias de la politiquería no deberían contribuir a la subestimación de un tema de tan honda preocupación colectiva. Y aquí entra la responsabilidad de la oposición, que debería asumir sin dilaciones, urgentemente, el clamor por la seguridad. Sabido es que no hay mejor estímulo para el pensamiento y la acción de la derecha que el temor. Si el miedo se impone a la confianza en la protección que pueden dar las instituciones, crecerá inevitablemente el reclamo de autoritarismo y con él la despreocupación por la calidad republicana de la vida en sociedad. La oposición, que intenta ser alternativa democrática de gobierno, no puede dejar de plantearse con seriedad el tema de la seguridad, bajo la pena de dejar esa reivindicación en manos de la derecha, con todas las consecuencias imaginables. Hace falta imaginación y coraje para proponer, junto con las medidas de largo plazo tendientes a la remoción de las causas sociales del delito, otras políticas públicas específicas de justicia y de seguridad capaces de otorgar certezas y de promover la participación responsable de los ciudadanos en la custodia de su vida cotidiana y de las instituciones que deben preservarla. Duro contra el delito y duro contra las causas del delito.
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